Érase una vez una niña de ojos grandes, sonrisa franca y mirada curiosa; pestañas que tocaban el cielo y un corazón que soñaba con ser mamá, pero no cualquier mamá: deseaba ser una entregada a sus hijos.
La niña jugaba con muñecas, que vestía con ropita de cartón, y recorría en su bicicleta las calles de la cuadra mientras imaginaba que cruzaba mundos. No importaba adónde se dirigiera, si a la escuela o a trabajar al restaurante de la familia, siempre estaba al pendiente de su hermana menor, aunque no porque tuviera la obligación de cuidarla, sino porque le nacía brindarle ese manto protector para que su hermanita se sintiera segura. Quién iba a decir que esas primeras vivencias la prepararían para ser la gran madre en la que entonces anhelaba convertirse.
A los quince años se enamoró de un joven atrabancado, loco y con ganas de comerse el mundo —viajero y conquistador. Quizá eso la cautivó, porque él era todo lo que ella no era. La hacía reír, la colmaba de detalles y, sobre todo, la hizo sentirse amada. Como toda historia de amor, tuvieron sus trabas e impedimentos, pues la mamá de la joven no quería al muchachito; no le parecía que manejar un tráiler fuera un trabajo digno. ¿Qué clase de vida le daría a su preciada hija? Pero el amor triunfó y se casaron cuando ella cumplió la mayoría de edad.
Tres años pasaron hasta que sintió por primera vez las patadas en su vientre. Supo inmediatamente que había llegado el momento de ser esa madre que tanto deseó desde su infancia. La vida la premió con dos niñas, que llegaron de sorpresa, antes de tiempo y en momentos turbulentos, pero fue como si de ese nacimiento también hubiera dado a luz su temperamento y garra: dedicó cuerpo y alma al cuidado de sus gemelas. Esas niñas a quienes les daría todo lo que a ella no le dieron.
Vivió para ese par. Se volcó en la labor tan noble y desinteresada de proveerles de amor y bases sólidas para la vida. Así, olvidó un poco a esa mujer que también necesitaba ser atendida, pero pensaba que ya habría tiempo para eso.
El futuro llegó y logró hacer de las bebés dos mujercitas independientes, pero, sobre todo, llenas de amor a la vida. Pensó que ahora era el momento de nutrir a la mujer que había descuidado en el camino, pero la vida le tenía guardada una sorpresa más: ¡A sus casi cuarenta años iba a dar vida a otro ser! ¡Un niño! ¡Un reto!
Sentimientos encontrados nacieron en su interior. Se preguntaba: «¿Estoy vieja para ser mamá otra vez? ¿Podré hacerlo de nuevo? ¿Tendré lo que necesita este bebé?». Pero, como por arte de magia, al llegar este nuevo ser supo hacerlo bien.
Cinco años transcurrieron hasta que su amor viajero, el padre de sus hijos, después de años de entrega a su familia, partió del hogar para enfrentar una batalla a solas. Entonces esta niña, ahora una mujer, vivió momentos de angustia que nunca imaginó sentir: sola, a la deriva y sin rumbo.
Pensó que Dios la había abandonado, pero al verse reflejada en los ojos de ese niño que la necesitaba descubrió que la fuerza del amor universal estaba depositada en él y la haría sacar la casta más que nunca.
En el transcurso de los años esta mujer tuvo grandes pérdidas: sus papás, una hermana a la que no le tocaba morir, amigas, una casa, dinero y el amor propio. Pero lo más sorprendente de ella era que, aunque se le veía perdida, frustrada o enojada, por dentro era un torbellino de ímpetu y de fuerza. Cuando parecía que iba a rendirse, resurgía en total plenitud.
Este camino pedregoso la forjó y le enseñó con mano dura lo que realmente vale en la vida. Le mostró que vivir en soledad no es lo mismo que estar sola; que cumplir las expectativas de los demás no siempre trae felicidad; pero el aprendizaje más grande fue que no importa cuánto ames a tus hijos y a los demás: si primero no te amas a ti, ningún amor genuino florecerá.
A lo largo de su vida mucho ha llorado y mucho ha gritado, pero así como sufre apasionadamente, ama de la misma manera. Sentir el amor de una mujer así de entera es saber que cuentas con alguien pase lo que pase; que entregará la piel y la vida, si es necesario, para que aquel al que ama esté bien.
La mujer que narro ha leído y estudiado tanto que podría dar cátedra en cualquier universidad. Sin títulos ni nada, se enfrentó al mundo laboral para poder sacar adelante a su hijo. Con él nunca pudo ser madre de tiempo completo, pero se convirtió en madre trabajadora. Desde hace años ella ha sentido la satisfacción de ganar su propio dinero y no depender de nadie. Ha descubierto que ayudando a los demás es más bendecida y que si acepta sus errores con misericordia siempre estará coronada de dignidad.
Pudo haber sido psiquiatra, ingeniera, doctora o viajera, y seguramente hubiera sido la mejor, porque nadie tiene esa tenacidad que la caracteriza. Pudo haber ganado una medalla en las Olimpiadas de Seúl 88, porque era una gran deportista, pero se mantuvo fiel al deseo concedido de SER madre. Muy joven aprendió taquigrafía, y hasta la fecha, si pones atención y ves más allá de lo obvio, descubrirás que su dedo escribe cada palabra en el aire, en la mesa o en su pantalón.
Esta gran señora tiene tres nietos, por quienes siente un amor tan grande que es bien correspondido, aunque esté lejos de ellos. Siempre que están juntos juegan y brincan, pero ella se empeña especialmente en que sus mentes y almas comprendan que son capaces de todo y que en su interior poseen el poder de transformar el mundo. Ahora es madre siendo abuela.
La vida de ella muchos podrían considerarla ordinaria, pero quienes han sido testigos de sus pasos saben que a través de lo cotidiano también se crean grandes historias y se libran colosales batallas.
Esta profesionista en ser madre ha tocado miles de corazones. Algunos le dicen Piti; los nietos le dicen Nona, otros Martita, pero yo le digo MI MAMI.
1 comentario
Añade el tuyo →Que admirable tu madre Denise.