En el tapete de la sala estaba la mamila de Eugenio con el chupón hecho trizas. Cuando mi padre entró en la habitación me culpó sin chistar porque yo jugueteaba con unas tijeras. No hubo manera de defenderme. Hasta sospeché de mi misma.
Mi hermano menor de apenas unos cuantos meses duerme solo en su habitación por ser el único varón, yo en cambio la comparto con mi hermana.
Esa madrugada todos nos despertamos por el llanto incontenible del bebé. Mi padre acudió de inmediato en su auxilio.
Curiosa salí de mi cama y observé la escena desde el marco de la puerta. Pude ver como le tomó en sus brazos tratando de mitigar su lloriqueo, después encendió la lámpara y buscó entre las mantas algún indicio. Pero lo único que encontró fue un hilo de sangre que corría desde la pequeña mano de la criatura.
Bajo la cuna estaba la mamila aún con rastros de leche tibia y azucarada, de nuevo con el chupón mordisqueado. Esta vez no había tijeras y yo no pude haber sido porque estaba en el otro cuarto.
Entonces vimos como algo pequeño, de hocico puntiagudo, cuerpo peludo y con una cola muy larga trataba de escapar de la escena del crimen por un recoveco en la pared, mi padre reaccionó más rápido que el infiltrado y lo aplastó sin misericordia en un santiamén.
Después del acto valiente Eugenio recuperó su cena, mi padre la calma y yo mi inocencia.