Finally, she mused that “human existence is as brief as the life of autumn grass, so what was there to fear from taking chances with your life?”
Mo Yan, Red Sorghum
María se levantó antes que nadie en casa, incluso sin que el despertador sonara. Volteó a ver al hombre que había elegido para compartir su vida, sin entender ahora por qué lo había elegido a él de entre todos los demás. De repente recordó aquella vez que llovía torrencialmente y él la mandó a cerrar la tienda que tenía en la esquina de casa. Ella venía de trabajar todo el día, ya en el séptimo mes de embarazo, con los tobillos hinchados y un dolor de espalda incesante que la acompañaba durante el día. María le pidió que por favor el fuera él mientras ella preparaba la cena. Él, sin voltear a verla, le contestó que no porque estaba a punto de iniciar el partido de fútbol; que tomara el paraguas y fuera ya, de inmediato, pues no podía hacer esperar a su empleada. Sin pensar, María tomó el paraguas, lo abrió y salió a la calle caminando entre la fuerte lluvia que la mojó por completo, pues el viento volvía nula la protección sobre ella.
María regresó al presente, siendo consciente de que ya estaba en la cocina. Preparó el desayuno, las loncheras de sus hijas y el café para su esposo. Despertó a Mariana y a Sofía con besos y abrazos. Abrió las ventanas de las recámaras y caminó despacio hasta su regadera para tomar un baño. Mientras el agua caía, se preguntó cómo era que habían transcurrido cinco años de ser solo compañeros de cuarto. No recordó la última vez que compartió algo más con él… una mirada cómplice, una palabra, una caricia. Cerró la llave del agua. Sin secarse, se puso unos pants y una playera mientras las niñas terminaban sus panqueques con chispas de chocolate.
Subieron todas al coche, rumbo a la escuela. María manejó sin sentir el paso del tiempo, sin ver lo que pasaba por la ventanilla de su coche hasta que de repente reparó en que sus hijas le hablaban.
«Mamá, ya estamos aquí, quita el seguro de la camioneta, por favor». Se despidió de ellas y tomó el camino de siempre de regreso. Cuando llegó, el señor de la casa tomaba su café frente al televisor mientas ella desayunó sola en el comedor. Lo habitual era eso, que él comiera frente a esa caja mientas ella compartía en silencio con sus hijas la comida y la cena, en una habitación aparte. María tuvo un déjà vu: frente a ella estaba sentado su padre viendo los partidos de americano del domingo; respondiendo con gruñidos de si o no cuando se dirigían a él.
María fue a su cuarto, se cambió de ropa para ir a trabajar. Observó que la falda le quedaba holgada en la cintura; ¿cuándo había bajado de peso? Se acercó a despedirse de él, quien solo levantó la mano como señal de que la había escuchado, mientras se burlaba de las noticias. Manejó hasta su oficina, revisó la contabilidad de sus clientes por cinco horas seguidas y salió con prisa para recoger a sus hijas. Llegó a casa justo a tiempo para darle indicaciones a la muchacha sobre la comida, mientras esperaba la llamada de su esposo que avisaba que se encontraba a solo cinco minutos de llegar… Esa era la señal para poner todo en operación: la muchacha corría a preparar la mesa del patrón frente al televisor y sintonizaba el programa indicado. María servía el plato de él y calentaba las tortillas, pues la indicación era que no debían estar frías, pero tampoco debían ser recalentadas, sino servidas en cuanto él terminara de lavarse las manos por veinteava vez en el día.
Siempre debía ser ella la esposa quien pusiera el plato frente a él; la que debía debía mantener a las niñas en silencio mientas él dormía la siesta; quien debía calentar las toallas del baño para que estuvieran tibias al salir él de la regadera; y la indicada para acostar a sus hijas, que se iban a la cama sin haber cruzado palabra con su padre. Por lo general, una vez terminada su labor de madre, se convertía otra vez en su sirvienta: debía prepararle la cena —y más le valía que no le faltara algo en la alacena. Si esto sucedía, se apresuraba a ir corriendo a compralo para que él no se impacientara. A veces, a propósito, tardaba cinco minutos más, para que cuando menos, él le dirigiera una mirada fría de enojo al regresar a casa. Por fin la veía, aunque fuera solo por unos segundos. Inmediatamente después, él se olvidaba de ella y volvía la mirada a su programa deportivo nocturno.
Esa noche era diferente. Tenían una cena con los amigos de él, por lo que después de maquillarse, María se decidió por un vestido rojo que remarcaba su delgada figura. Cuando el la vio, le pidió secamente que se cambiara pues para él se veía ridícula. María aceptó mostrándole dos o tres cambios para que él eligiera lo que ella usaría, optando él por un pantalón negro y una blusa blanca con moño al cuello. María se vistió apresurada, pues su esposo ya estaba impaciente.
Durante el festejo al que asistieron, María observó cómo los otros parecían vivir en una realidad alterna a la de ella, hasta que finalmente su esposo volteó a verla y le dijo amablemente: «Vámonos chula, despídete». Solo frente a personas ajenas utilizaba este modo de hablar. Subieron al auto. De repente, sin aviso previo mientras él conducía, María escuchó su propia voz decir como si fuera la de alguien más: «Quiero el divorcio». La frase no supo de dónde venía, la convicción y fuerza expresada le eran desconocidas, pues por mucho tiempo no supo ni recordaba quién había sido ella… en otra vida.
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