La mañana del sábado inició con el ruido de motocicletas que daban vueltas en la glorieta. El sonido me pareció tan molesto. Desde hace unos años mi oído derecho empezó a fallar y las vibraciones altas me provocan un ligero zumbido que aturde mi cabeza.
Decido tomar un baño en la tina de mármol que está en medio de la habitación. Siento que me vuelvo sirena con las manos arrugadas gracias a la hidratación del agua de rosas que la señora Carla, dueña del hotel preparó para mi. Me pongo el vestido de flores que me regaló mi hijo la navidad pasada cuando me pidió que dejara de vestir de negro, lo usé desde que mi esposo partió hace cinco años. Llevaba luto como si fuera una vieja del siglo pasado
Bajo al salón a tomar el desayuno que me incluye la tarifa del hotel lo hago lentamente, los escalones son demasiados para mi rodilla, que cada vez “resortea” más. La puerta de madera que separa el jardín del comedor hace que el ruido de la calle se filtre y mi molestia sonora desaparece.
La puerta tiene un tallado con una cabeza de león que me recuerda a la misma que vi en el jardín de los naranjos en ese viaje de mi juventud. De pronto me siento con esa agilidad de los veintitantos años. El olor pan tostado abre mi apetito. Me siento a tomar el primer sorbo del capuchino.
Los olivos del jardín se mueven ligeramente con el aire matutino, el gato que habita en el hotel se acerca lentamente, aunque pronto se da cuenta que soy yo. Creo que sabe que no pertenece a mi especie favorita, da un salto y se esconde detrás de la fuente, se acuesta bajo el sol. Parece el dueño del lugar. Empieza su rutina de limpieza sin dejar de verme. Altivo. Presuntuoso.
Sandra, la chica que está en la cocina me da el frasco con mermelada de naranja que cocinó en la madrugada. Unto la cuchara de mantequilla en el pan caliente, me deleito con los trozos de naranja que quedan sobre el pan, mi capuchino está en la temperatura correcta. Me dejo llevar por mis pensamientos, los recuerdos de esa época en este mismo lugar. Tenía veinticuatro años. Todavía me gusta el manoteo de sus habitantes que hablan sin dejar de gritar. El color ocre con el que baña el sol cada rincón de la ciudad hasta que anochece. El ruido en las calles. Las escalinatas que bajan a la fuente. Aquí lo conocí hace treinta y ocho años. Ahora regreso al mismo punto para recorrer la ciudad como una jovencita en su primer viaje.
Tomo la tercera calle hacia la derecha, entro a la boutique de antigüedades. La puerta toca las campanitas que de nuevo hacen que mi cabeza me duela. Aprieto los ojos para disminuir el dolor, al abrirlos encuentro la cara de ese hombre canoso que me ofrece pasar. Sus manos llenas de lunares llaman mi atención, las venas saltadas inmediatamente hacen que voltee a ver su rostro. El cabello ensortijado, los ojos verdes, la tos que usa para abrir la conversación y distraer su timidez de vendedor cansado. Mi cuerpo se estremece, mi paso se hace firme para alcanzar a llegar al mostrador. Su mirada enmarcada por las pestañas curvas y el lunar en forma de luna junto al pulgar hacen que tire la jarra de cobre que está junto a la caja registradora. Ahí estoy parada frente al hombre que había ofrecido regalarme las estrellas de Orión junto con la luna de su mano.
Han pasado algunos días.
Aún siento que mi cerebro me engaña. Mi corazón palpita como si fuera la primera vez que nos encontramos. En cambio, mi cuerpo tiene mejor memoria, se acopla a él como si hubieran estado juntos mil años. Sus manos se funden de nuevo en mi cuerpo; las copas de vino con mi edad hacen que esta experiencia sea más viva.
Esta ciudad nos vio pasear sin condiciones, sin ataduras, sin promesas y hoy es testigo de que las historias se repiten y que nuestros cuerpos nunca se olvidaron.