¡Me lleva la chingada!
Abro la puerta y me llega de golpe la peste a cempasúchil, copal y parafina. Mi mamá como cada año con su enferma necedad de “honrar” a los difuntos, poniéndoles ofrenda, no entiendo porque quiere recordar: al borracho de mí abuelo, a mamá Concha sumisa e indiferente, y a mí papá tan golpeador, abusivo e infiel. La hicieron sufrir tanto y ella sin falta les pone su comida y bebida favorita, esperando con ilusión que vengan a visitarla.
¡Pinche aferrada!
Pienso: con todo respeto amá, pero ¡pobre pendeja! Si ya se deshizo de ellos, ¿para qué los quiere de regreso?
La muerte es la solución eterna:
A los golpes.
Abusos.
Insultos.
Humillaciones.
Maltratos.
Violaciones.
Infidelidades.
Enfermedades y la locura.
La muerte es transformadora, deja atrás todos los defectos del muerto, quedando puro amor, luz, risas, buenos recuerdos y otras tantas pendejadas que dicen en el velorio, y que, todavía el 2 de noviembre nos empeñamos en recordar.
¡Pura ilusión babosa!
Mi mamá tuvo que esperar mucho tiempo para encontrar la calma que le dio la ausencia de sus verdugos, pero yo no estoy dispuesta a soportar ni un día más a ese cerdo.
Matarlo es la única solución, lo he denunciado, me he ido de la casa, he intentado de todo y regresamos a lo mismo, sólo que corregido y aumentado.
Como dicen por ahí: “muerto el perro se acabo la rabia”. Eso es lo que voy a hacer, acabar con él, que no quede rastro alguno de su existencia, de sus palabras y acciones quedarán huellas profundas en mi vida y la de mi hija, con eso tengo.
Me decidí hace unos días cuando lo descubrí observando a mi niña con su sucia mirada, esa mirada que conozco tan bien y que me llena de temor, pues sé lo que viene, momentos llenos de dolor, angustia, desprecio y asco.
¡Maldita la hora en que me junté con él!
Recuerdo cuando mi mamá me dio la noticia que Fernando mi hermano regresaría en dos semanas de Estados Unidos. Sólo un año de tranquilidad me concedió el desgraciado, un año libre de sus burlas y manoseos, no pensaba esperarlo con los brazos abiertos.
Por aquellos días Chuy era mi novio no estaba mal, besaba sabroso, y sabía como prenderme. La calentura fue el factor que decidió mi futuro. Mientras estábamos en uno de nuestros ya tradicionales fajes, le dije que quería irme a vivir con él, peló semejantes ojos, como yo todavía no había soltado prenda totalmente, encontró ahí su oportunidad, aceptó sin chistar.
Esa noche no regresé a mi casa.
Salí de “guatemala” para entrar a “guatepior”, pues Chuy al sentirse dueño y señor de mi persona, hacía conmigo lo que quería, como me fui a meter a su mismísimo territorio, lo respaldaban su mamá, papá y toda su banda, no encontré manera de zafarme, pues mi mamá indignada por haber manchado el honor de la familia, no me hablaba y mucho menos me recibió de regreso en su casa, total, tampoco era un lugar seguro para mí con Fernando ahí.
Al poco tiempo nos metimos en un cuartito de vecindad en el centro y unos meses más tarde tuve a Kary mi única hija. ¿Para qué traer más criaturas a este mundo podrido? ¿Para que vivan como yo lo he hecho durante estos años, despreciada, humillada y marginada de mi propia familia?
¡No gracias!
Ella, es mi adoración y refugio, la única persona que me hace tener un poquito de esperanza en esta vida que elegí. Porque para que me hago pendeja yo solita decidí meterme en esto, y ahora la única salida posible es matar a Chuy.
Estuve a punto de creer en Dios hace un año cuando muchos dolores de cabeza y una tomografía después le diagnosticaron a Chuy un tumor en el cerebro, dentro de mí brincaba de alegría, ya lo imaginaba tres metros bajo tierra, sin embargo, “hierba mala nunca muere”. Sobrevivió a la operación y se recuperó, al sentirse con otra oportunidad de vida no dudo en seguir con los golpes y abusos hacia mi.
Recordé que el doctor le recetó tres gotitas para el dolor post operatorio, lo ayudaban a calmarse y a dormir, por eso se me ocurrió usarlas para matarlo.
Las puse en su sopa, seguramente se me fueron de más porque le supo amarga y me aventó el plato a los pies, de rato pidió agua, había hecho agua de guayaba de esas de sobrecito, muy perfumada y le puse otro chorrito de gotas, se la tomó toda, ni cuenta se dio. De rato me llevé tremendo susto pues los ojos se le hincharon como los de un sapo, tal vez las gotas ya estaban caducadas. Tambaleando se fue a acostar a la cama, se sentía muy mal, pidió nuevamente agua, y le puse el resto de las gotas que quedaban en el frasco.
Cuando quedó inconsciente pensé en cortarle la cabeza con el machete, imaginé el pinche atascadero de sangre y cambié de idea, vi en la mesa el martillito que le robó a su abuelo y que acababa de arreglar, decidí que era tan especial para él que merecía darle muerte. Antes de tomarlo fui a ponerme unas bolsas en las manos, pues no tenía guantes como había visto en las películas. Envolví su cabeza con su propia toalla, tomé el martillo, le di dos golpes con todas mis fuerzas, como todavía pataleaba, le puse una bolsa de plástico en la cabeza y ahí lo dejé.
Era la una de la madrugada, me sentía muy agitada cuando escuché a mi hija levantarse al baño, me llamó y pidió que fuera a acostarme con ella, eso hice, a las cuatro mi consciencia no me dejaba tranquila, y pensaba que hacer con el muerto, tenía que deshacerme del cuerpo para que mi niña no se diera cuenta de lo que había pasado.
Me levanté y recordé que tenía un costal de lona, decidí meterlo ahí, para sacarlo de la casa, ya lo tenía embolsado cuando me di cuenta de que no cabía, se le salían los pies, ahora sí agarré el machete, ya no me importo el batidero. Se los moché. Lo abracé para subirlo al triciclo que usaba para recolectar el reciclado y así llevarlo lo más lejos posible y tirarlo. Ya apestaba. Se sentía más pesado que cuando estaba vivo, lo aventé como pude, y comencé a pedalear. No llegué muy lejos porque al triciclo se le zafó una llanta y estaba por salir el sol. En un baldío aventé las patas para despistar y más adelante tiré su maldito cuerpo.
Regresé a mi casa cuando amanecía. Pasé días sintiéndome como pollo remojado, diciendo mentira tras mentira cada que alguien me preguntaba por Chuy. Mi suegra toda apurada no creyó mis palabras y fue quien lo reportó como desaparecido.
Un día llegaron unos oficiales a la casa y me dijeron que habían encontrado el cuerpo de mi esposo en un baldío. Sus papás ya lo habían identificado. Necesitaban hacerme unas preguntas en el ministerio público.
Estando en el MP, solté toda la sopa, confesé el odio con el que lo maté, las tres armas homicidas que usé: las gotas, el martillo y la bolsa.
En el juicio escuché los cargos en mi contra: homicidio calificado, con premeditación y alevosía.
Sentencia: 50 años.
Me dolió y me duele, no volver a vivir con mi hija, no hacerle su comida, llevarla a la escuela ni acostarla por las noches. Mi suegra ahora se hace cargo de todo eso, ni loca se la dejo a mi mamá mientras mi hermano viva con ella.
Mi amor por Kary solo dio para liberarla del asqueroso de su padre. Eso tiene que contar, ¿no?
Me volví famosa supuestamente por matar a sangre fría a mi marido, la verdad que no fue para tanto, sin embargo, los periodistas hacían fila para entrevistarme, de plano un día el procurador de justicia autorizo hacer una rueda de prensa, para que todos hicieran sus preguntas y escucharan mi historia.
Un reportero me preguntó:
– ¿Por qué le dio dos martillazos en la cabeza?
– ¡Qué pregunta tan más pendeja! -pensé-
– Como que, ¿por qué? Pues para que se muriera. -Le contesté con una carcajada. –
Finalmente, una jovencita me dice:
– ¿Cómo se siente ahora?
Me quedé pensando un momento y desde el fondo de mi ser dije:
– ¡Bien, bien!, haga de cuenta que me quite un peso de encima, la verdad. Ahora que ya se sabe todo, me siento tranquila. No me arrepiento. –
Hoy, acostada en la litera de la celda que comparto con otras seis compañeras, me doy cuenta de que, a pesar de estar presa, al haber matado a Chuy, me siento por primera vez libre y viva.