Dedicado a Tía Pao, acompañante eterna de Diego,
cómplice de sus manías y de sus alegrías.
Dedicado al Diego de tres años,
de dónde rescato este recuerdo del corazón.
Mi hijo quiere dedicar su vida a la búsqueda de dinosaurios, y un día descubrió con gran alegría que hay personas que se dedican a ello y se llaman ‘paleontólogos’. Entonces pregunta: «¿De grande puedo trabajar de pantólogo? ¿Y dónde estudio para ser eso? ¿Han encontrado dinosaurios aquí donde vivimos?…» y así siguen escuchándose una sucesión de cuestionamientos sin parar. Yo le contesto hasta donde mi conocimiento lo permite, mas el mensaje principal es que él puede ser lo que él quiera en la vida — cualquier cosa que decida — por más descabellada que suene la idea.
Mi hijo no quiere morir. Le tiene miedo a la muerte, y pregunta infinidad de cosas sobre ella. En especial le obsesiona el porqué los dinosaurios ya no existen, por qué murieron todos-toditos-todititos. Lo consumen dudas como de dónde venía el meteorito; qué sintieron los pobres dinosaurios cuando murieron; por qué Dios decidió eso. Hasta que finalmente dice, que él tampoco quiere morir.
Como cada año, para Día de Muertos, tengo una vez más la oportunidad de explorar la muerte desde los pequeños ojos de mi hijo, cuando en familia elaboramos un altar para presentar en la escuela. ¡Somos muy afortunados! pues no tenemos pérdidas cercanas o recientes a quienes dedicarlo, por lo que en las dedicatorias prevalecen personas y cosas extrañas. Así, este año el altar de muertos es para Georges Cuvier (1769-1832), padre de la paleontología, y para sus adorados dinosaurios.
Con este pretexto perfecto, intento aminorar su ansiedad ante la muerte, aunque sé que nuestra existencia se puede evaporar en un instante. Deseo transmitirle a mi Diego del alma que lo importante es cómo se vive, que mientras dedique su vida a lo que lo hace feliz, valdrá la pena vivirla.
Nota para el lector:
Entre mis memorias encontré este escrito de cuando mi hijo mayor era un pequeño de tres años. Él tuvo la oportunidad de estar en Momoch Preescolar, ese lugar que aún evoca un sinfín de recuerdos en abuelos, abuelas, padres, madres, niños y niñas que tuvieron la oportunidad de vivir allí los primeros años de la infancia. Un lugar de tantos que la pandemia se llevó — sin tocarse el corazón — entre una ola y otra. Sin embargo, aunque sus puertas físicas están cerradas, siguen abiertas en la memoria y en la imaginación. Así fue como desenterré este recuerdo del ayer, nostalgia entretejida con destellos de la niñez.