Reencuentro

La última vez que le vi fue hace treinta años. A veces creo que si me cruzara con él en alguna calle de la gran ciudad no le reconocería. Lo más probable es que él tampoco sepa quién soy yo. Andamos perdidos desde hace media vida. Me debe recordar como una joven de veintitantos y yo le tengo en mi memoria como un hombre cincuentón.

Dicen que nos parecemos, imposible negar la cruz de mi parroquia: ambos somos de piel canela, nariz grande y boca chueca.

Nacimos en diciembre, somos un par de sagitarios amantes de la libertad.
Tal vez por eso se fue.

Nunca manifestó su cariño de manera efusiva; sin embargo, me supe amada. Tengo uno que otro abrazo guardado en mis recuerdos de niña.
Hace poco encontré su tesis universitaria, en la dedicatoria aparece mi nombre; me sentí importante.
Es médico veterinario zootecnista egresado de la unam. Terminó la carrera cuando yo tenía un año y mi hermana estaba a punto de nacer.

Tuvo cinco hijos —yo soy la mayor— y mi madre fue su única esposa. Recuerdo que con frecuencia nos invitaba a Boca del Río —una marisquería muy famosa en San Cosme—. Nunca he vuelto a probar un coctel de camarón tan sabroso como el de ese lugar.

Muchas veces nos llevó al Hipódromo de las Américas. Le gustaban los caballos, pero mucho más las apuestas. A veces ganaba y se volvía el hombre más rico. Entonces repartía dinero sin ton ni son: al mesero le daba una cuantiosa propina por las cubas bien servidas, al amigo endrogado le resolvía la vida, al hermano de parranda también. Pero cuando perdía, se disfrazaba de miserable.

De juego en juego también perdió a su familia.
Nunca pude entender su relación con el dinero.
No le gustaban las fiestas; bailar, tampoco. En Navidad prefería quedarse en casa dormido, decía que estaba cansado; que esos eventos eran ridiculeces. Entonces mi madre se armaba de valor, nos vestía con trajes de invierno y nos íbamos al festejo con los abuelos.

De manera religiosa, leía el periódico los fines de semana mientras fumaba sus Raleigh. Le gustaban los libros —había un sinfín de ellos en el estudio—. Era un hombre inteligente, siempre le admiré por ello.

Tenía un sentido del humor peculiar, pero la mayor parte del tiempo era serio, de pocas palabras. Hablaba con vasta gama de groserías pues creció en el barrio de la Obrera Popular —una zona de bodegas, imprentas y talleres mecánicos.

En mi adolescencia robé de su armario un suéter gris con grecas negras, me quedaba enorme, pero me gustaba usarlo. Esa prenda simulaba los abrazos cálidos que pocas veces recibí.

Por motivos de su trabajo nos mudamos de casa una docena de veces; tantas que mi madre decidió abrir las cajas de cartón solo con los objetos imprescindibles para evitarse el volver a empacar.

De tanto ir y venir mi madre dispuso no seguirlo más. Se había cansado de una vida gitana. En ese momento la familia se dividió. Mi hermana y yo —siendo adolescentes— nos mudamos al Bajío con él. Mis hermanos más pequeños se quedaron en la capital.

El último evento importante en donde estuvo presente fue en mi graduación universitaria. Le sabía orgulloso: se le notaba en los ojos y en la sonrisa.

Tiempo después se fue.
No se despidió de nadie.
Todavía recuerdo su habitación vacía; a sus hijos huérfanos.

Pasó el tiempo, salimos adelante como pudimos. A nuestro modo. Con la fuerza de la juventud y la bonanza de la inocencia.
Hubo eventos en donde me hubiese gustado tenerle cerca. Como el día de mi boda, por ejemplo. En esa ocasión fue mi hermano quien me acompañó al altar.
O cuando nacieron mis hijos —a quienes aún no conoce.
Confieso que me acostumbré a su ausencia. Con el paso de los años se volvió invisible. Me abandoné a la vida y guardé el pasado en un cajón con llave. Ahora yo soy una cincuentona; él pronto cumplirá ochenta.
Veo la vida diferente. Hace mucho que dejé los prejuicios a un lado. Y aunque no justifico algunas acciones, sé que el destino obedece rutas a veces incomprensibles pero necesarias.

Mi padre vive solo, en el último piso de un edificio en el centro histórico. Lee todos los días el periódico en una banca de la Alameda; dejó de fumar, pero jamás pudo terminar con la adicción al juego.

Sé que es el momento de volvernos a encontrar. Se acaba el tiempo.
Temo que no me reconozca.
Temo no reconocerle.
Temo perderme en sus brazos en el intento por recuperarme de su ausencia.

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