Luisa y yo

En aquella casa grande y húmeda me gustaba encontrarme con Luisa. Estaba abandonada y nadie más entraba ahí, pues todos creían que estaba llena de fantasmas.  Eso me parecía una soberana estupidez. Los fantasmas, había dejado muy claro mi papá, eran cosa de la imaginación, así que solo los veían aquellos que de tanto creer, su mente los hacía reales. Todos le decían la casona del ángel, pues en la entrada había una fuente con un enorme ángel de cantera al centro, ya con las alas rotas y con la cara destrozada. 

Luisa era mi amiga desde primer año de escuela primaria, tomábamos juntas el camión. Ella era la primera en subirse yo la segunda. La primera vez ella me sonrió. Feliz me senté a su lado. No hablaba mucho, eso me gustaba, soy muy parlanchina, me sentía escuchada por ella. Luisa estaba presente cuando la necesitaba. Parecía ser yo su única amiga, eso me daba ternura. Me gustaba estar cerca de ella. Cuando tenía miedo o me sentía sola, Luisa aparecía para hacerme compañía. Pasábamos las tardes en esa casona. Sentía que había una magia especial, todo brillaba con una luz intensa y misteriosa que se colaba por las ventanas dejando ver las partículas de polvo suspendidas en el aire bailando armoniosamente sin prisa. Nadie sabía que nos metíamos a esa casa. Se me hacía divertido tener ese escondite donde platicar, jugar y reírnos. Cada vez que quería verla iba a la casona, ella ya estaba ahí o la esperaba un rato, siempre llegaba. Me encantaba la manera en que me alentaba a hacer cosas diferentes y atrevidas. Me hacía reír cuando estaba triste o enojada, sobre todo me sentía aceptada y querida por ella. 

Una tarde mi mamá me mandó a entregar un sobre a la casa de Don Mariano. Tenía 10 años. Mandar a una niña sola en un pueblo a entregar algo a tres cuadras de mi casa no era nada riesgoso, era común en ese tiempo. Todos íbamos caminando a las casas de amigos, a la tienda, al mercado. 

Luisa me interceptó antes de llegar a casa de Don Mariano. La vi ese día más grande de lo normal, llevaba un vestido blanco con holanes de encajes que daban la vuelta desde el frente de la cintura pasando por los hombros hasta la parte baja de la espalda. Llevaba una enorme banda de cinturón con un moño grande al frente. Me pareció extraño verla vestida así un martes por la tarde, cuando yo aún llevaba mi falda de cuadros de la escuela, con una blusa que no combinaba y un suéter que completaba mi improvisado atuendo, decorado con unas calcetas caídas y unos zapatos negros de suela de goma. Seguramente nos veíamos muy extrañas juntas. Ella con hermosos caireles rubios, perfectamente armados, yo chorreada del chocolate que me comí antes de salir de casa, mal peinada con unas coletas chuecas.

Sin preguntarme me tomó de la mano, me jaló. Corrí a su lado sin parar. A ella no le importaba que yo preguntara con risa a donde me llevaba con tanta prisa. 

Ella no paró, no me soltó. Llegamos a la casona del Ángel. Nuestro lugar favorito. Para entrar había que pasar entre la maleza del jardín frontal. Siempre nos quedábamos en la estancia a la entrada de la casa, supongo habría sido la sala. Había solamente un sillón viejo, tal vez había sido rojo, estaba desteñido y lleno de polvo. La casa estaba sostenida por grandes columnas fuertes decoradas con rebuscadas molduras de yeso, incompletas y despintadas. Esas columnas se veían tan sólidas, que jamás se derrumbarían, sin embargo las paredes, los pisos y las escaleras podían desvanecerse en cualquier momento. A excepción de ese sillón y unos cuantos cuadros viejos, la casa estaba vacía y abandonada, eso creía yo. Ese día Luisa me jaló hasta arriba, muy rápido, a pesar de mis quejas y mi miedo a caer mientras subíamos.  Una vez arriba, abrió la puerta de la última habitación. 

Fue como entrar a otro mundo. Era una hermosa recámara antigua de madera tallada, con una cabecera enorme. Había unas repisas llenas de muñecas de colección, con vestidos de mil colores y sus caritas de porcelana con cachetes colorados. En un rincón estaba el típico caballito mecedor. En los buros, lámparas de cristal cortado con pantallas llenas de elaborados bordados. Tenía un piso de madera en buen estado y una alfombra de grecas que combinaban con el tapiz de guirnaldas con florecitas. Cuando entré me quedé muda. Teníamos ya cuatro años pasando horas en esa casa y jamás me había hablado de ese cuarto.  No paraba de gritar emocionada. Luisa no me contestaba. Volteé hacia la puerta para ver a donde se había ido, y entonces vi el cuadro por primera vez.

Al final del pasillo superior, antes de bajar las escaleras, estaba un óleo enorme pintado con muchos detalles. Retrataba el frente de la casa, principalmente la fuente, y ahí se veía el ángel hermoso, completo con sus alas. Tenía la cara de Luisa. Sus caireles. Su vestido. En ese momento cambió el color de la casa. Ya no sentía mística y magia. Era simplemente lo que les cuento, una casa devastada, abandonada y sucia.

Reparé en el sobre que sostenía arrugado en mi mano. Salí corriendo rápido hasta la casa de Don Mariano donde lo entregué. Él me dio un mensaje para mi mamá que me pareció extraño, — Dile que pronto se lo envío. 

Pasé unos días sin buscar a Luisa. Cuando me decidí ir a buscarla, doblé la esquina hacia la casona del ángel, fue grandísima mi impresión pues solo había escombros. La habían demolido. Regresé a mi casa desconcertada.

Al llegar vi en la puerta a Don Mariano despidiéndose de mi mamá. Entré, estaba ahí; enorme, mirándome con sus profundos ojos; el cuadro del ángel de la casona. Luisa al centro con sus caireles y sus enormes alas extendidas. Luisa. No podía dejar de verlo. Mi mamá, al ver mi cara de sorpresa me dijo:

—  Esa pintura es de mi abuela Lucha. En la casa donde creció, su papá hizo una estatua de ella, con alas de ángel. Quedó tan hermosa que la mandó pintar. Don Mariano la rescató para mí. Yo sé que mi abuela siempre ha estado cerca, siempre le pido que atienda a quién más lo necesita en la familia. Y ahora la recordaremos con este bello cuadro. 

Sorprendida por las lágrimas me salían de los ojos, añadió: — Siempre has sido tan sensible. Y me abrazó.

Así, en un tris, Luisa se convirtió en mi bisabuela. En mi ángel. No pude pronunciar palabra, no pude decirle a mi mamá mi historia, mi papá me hubiera dicho que estaba loca.

Hasta ahora, que mi nieta me pregunta si creo en fantasmas, hablo de esto. 

El cuadro descansa en mi sala como una prueba tangible de que si acaso hay fantasmas, no hay porque temerles. Si fue locura esa aventura de mi niñez, fue la más bella que me pasó. Estoy al final de mis días, me alegro porque Luisa seguramente me espera para pasar las tardes conmigo.  

19 comentarios

Añade el tuyo →

Hay Lume !!! Que hermosa historia. Tienes que escribir un libro. Me dejaste con la lágrima en el ojo. Mucho amor en tu escrito. Bravo !!!! Tienes un don . Te admiro mucho amiga

Lo amé. Las personas que nos han amado y ya fallecieron, están más cerca de nosotros de lo que nuestra razón pueda creer. Hermoso

Lumela, describir lugares y personas no es tan complicado pero para transmitir estados de ánimo y sentimientos se necesita ser verdaderamente buena escritora
Bravo Lumela no dejes se escribir.

Me atrapó tu historia, muy buena y muy bien escrita. No soy experta en ese tema, pero sé que es excelente. Que orgullo ser tu mamá. Sigue escribiendo, talento si tienes, otro de los Dones que Dios te dió.

Deja una respuesta