En un rincón

El día estaba completamente nublado. La casa empezó a llenarse con aroma de café; era el inicio del desayuno familiar. Cuando todo comenzaba a sonar eran las seis de la mañana; se encendían las alarmas. En el cuarto masculino se escuchaban cada cinco minutos, sin que nadie despertara; en el de las mujeres, no era necesaria tanta previsión, se escuchaba una sola vez. Las dos despertaban de inmediato para iniciar el ritual de belleza matutino. Podría decirse que lo único que hacía que fuera tan veloz este despertar para los chicos era saber que el baño familiar se empezaba a ocupar; si no ganabas un lugar, tendrías que esperar más de quince minutos para tu turno.

Las clases iniciaban 7:50 de la mañana. El trayecto al colegio era más o menos de 20 minutos en el coche de papá, por lo que todo era una lucha por estar listos a las 7:10 y salir puntuales. Él era un hombre extremadamente exigente en este aspecto, además de que le gustaba que sobrara tiempo para poder dedicar diez minutos en el coche y platicar con los cuatro acerca de la vida en general. Yo disfruté pocas veces de ese viaje.

La hija mayor siempre discutía con sus hermanos, era la mejor portada: estudiosa, de excelentes modales, sonrisa impecable, con ese olor a mezcla de jazmín, nardos y ciruelas. Toda esa actitud de mujercita pendiente de las tareas del hogar. Algunas veces ella solo se permitía esas visitas de dos amigas con las que se pasaba horas estudiando.

Los gemelos, por el contrario, olían a almizcle, madera, sudor y tabaco; los dos fumaban a escondidas en el baño, aunque mamá rociaba ese espray de olor como de chicle, tan fuerte para el olfato, solo para evitar que papá los regañara. Eran completamente diferentes el uno del otro, el primero era divertido, a veces rayaba en lo grosero, tenía chistes, anécdotas, bromeaba, aunque otras veces hacía sentir incómodos a todos con su poco tacto; el segundo era tímido, serio, muy callado, se pasaba horas inventando experimentos y destruía todo para conocer el funcionamiento de las cosas; no le gustaba la fiesta.

La más pequeña de la familia era sensible, le encantaba disfrutar del amanecer y la luna; escuchar música y, por la gran diferencia de edad entre ella y los demás, generalmente estaba sola en el cuarto de cachivaches al que se accedía a través del jardín. Ahí dibujaba y leía. Ella olía a mandarinas, lirios, fresas, olía a frescura.

A la media mañana, la casa se tornaba pacífica. Mamá estaba en la cocina haciendo que todo se llenara de olores, desde el café recién tostado en esa máquina a primera hora; después los ajos y cebollas para todos los guisados; frijoles en la olla con esa ramita de epazote que despertaba el hambre a todos; los huevos recién mezclados con salsa roja tatemada en el comal. Había esa mezcla de aceite e ingredientes. Al mediodía, en toda la casa eran solo ella y su café; a veces, se sentaba a leer o solo hacía como que no hacía nada. Se podían percibir esas emociones que a nadie le contaba. Había días llenos de alegría, como si la música le inundara el corazón; otros, llenos de nostalgia porque le veía una luz azul, y unos menos, eran días llenos de preocupación. Creo que todos los humanos tienen esta mezcla de colores en su ser, que yo a veces no puedo reconocer.

Después regresaba a la cocina donde cantaba y encendía esos aromas que armonizaban con su vaivén. Bailaba y cocinaba al mismo tiempo. Volvían los olores, mezclas de ingredientes; algunas ocasiones alcanzaba a ver cómo brotaban burbujas en los sartenes, y eso era como una pista, porque me avisaba que en una hora más la casa retumbaría de risas, palabras, enojos. Sin duda, la hora de la comida era la más divertida: papá venía con esa sensación de traer la cordura a todos, aunque fuera por solo alrededor de los sesenta minutos que duraba la comida.

Todos sentados alrededor de la mesa. Afuera, las dos buganvilias que se unían formando un arco, podía verse el resplandor del sol que entraba por la ventana y bañaba de luz el comedor. Así comenzaba la rutina de pásame tal o cual, las salsas en la mesa, los platillos puestos al centro como si fuera un festín, porque mamá consentía a todos con diferentes opciones para que nadie dijera que no le gustaba algo. Al finalizar, otra vez el aroma del café, que volvía a marcar el tiempo; la hora de recoger la mesa, lavar los platos, salir a las clases de la tarde y la ausencia de papá otras tres horas.

Algunos días todos desaparecían, mientras que otros, la mesa se convertía en una suerte de oficina escolar, con la presencia de amigos de los cuatro. Había rayos de sol más tenues que llenaban de nuevo la ventana. Por la noche, la sala se convertía en un espacio cálido con la caída de la luna. Ahí se reunían todos para platicar del día, del colegio, los amores, las preocupaciones del taller de papá, las clases de bordado y cocina. Se encendía el televisor y todo se llenaba poco a poco de una paz para ir todos a sus habitaciones y volver al día siguiente con esta rutina.

Un día vi a todos dormidos y bajé sin hacer ni un solo ruido. Por accidente, abrí la puerta del garage. Mi curiosidad hizo que de la manera más tonta asomara la nariz y de pronto explotaron olores que no conocía y que me arrastraron a la calle. Ahora me encuentro en este lugar gris al que no supe cómo llegué. Recuerdo los jazmines, el ajo, las ciruelas, el aceite. Aquí hace mucho frío, huele a tierra, a podrido, hay muchas ratas; a una le planté una mordida y mi mejor gruñido. Gracias a esto ya ninguna se me acerca.

Tengo miedo y hambre; creo que nunca había sentido tanto vacío en el estómago. Me siento desorientado, mis ojos están cerrados porque no sé qué me picó; solo puedo imaginarme a mamá sentada en la cocina leyendo sus libretas de recetas, mientras yo, echado junto a ella, absorbo los olores de su comida.

A lo lejos veo a los gemelos, pero no sé si son reales; siento cómo me toman y mis patas se despegan del piso. Siento como si una nube me levantara. No sé qué me pasa, estoy tan cansado que me dejo vencer por el sueño, ya no quiero seguir aquí. ¿Es de noche o de día? No lo sé, así que me duermo pensando en los ruidos de la casa, en los pocos colores que puedo percibir, hasta que huelo el olor del café, que se mete firmemente en mi nariz. Me doy cuenta de que estoy en este rincón rodeado de esos aromas. Me despierto bañado por el rayo del sol que entra por la ventana del comedor, mi lugar favorito de toda la casa, y siento cómo me abrazan todos. Hoy, por fin vuelvo a oler los nardos y las mandarinas.

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