Mi reloj interno me despierta antes de que salga el sol. Mis pies se rehúsan a escapar de las sábanas todavía tibias. Estiro mis brazos, mis piernas; giro de un lado a otro mi cuello. Me armo de valor y de un solo movimiento abandono mi letargo.
Bajo a la cocina y preparo un té para entrar en calor.
La casa duerme todavía. El silencio lo abarca todo, es poseedor de cada rincón. Inhalo profundamente, dando permiso de que invada también mis pulmones.
No hay murmullos, tampoco música. Ni las noticias de la radio vociferan malos augurios. El vecino aún no enciende el motor de su coche. La licuadora esta enmudecida y los trastos no chocan entre sí en el fregadero.
Soy dueña del momento. Ama y señora de la casa.
Entonces planeo mi día; medito también. A veces me quedo absorta en el no tiempo.
Antes solía disfrutar de este espacio cuando mi familia se había marchado a sus actividades diarias. Después del trajín del desayuno, las prisas de la mañana, la ronda con los vecinos, el tráfico en hora pico y las largas filas en la entrada del colegio volvía a casa. Hacía mi rutina de ejercicios, después disfrutaba de una merecida ducha, iba y venía desnuda por el vestidor sin premura. Otras veces leía un poco. Organizaba mis quehaceres de acuerdo a mi conveniencia. Subía y bajaba, iba y venía por los pasillos en libertad.
Tal vez suene egoísta, pero me agradaba estar a solas.
Desde hace meses las cosas han cambiado. Mi esposo se adueñó del comedor como oficina, la mesa de 2 metros es sala de juntas, escritorio, librero y almacén. Debo evitar interrumpir con los ruidos que provienen de la cocina las miles de juntas que tiene durante el día. Por favor, que alguien me diga cómo callar el chiflido de la tetera, el ronroneo del aceite en el sartén o los gritos desenfrenados de la secadora.
En la planta alta mis hijos han asentado su salón de clases en cada recámara. A veces hay que cerrar la puerta para que no se empalmen las voces de los maestros con los ruidos del vecindario. Debo hacer las tareas de limpieza con sigilo para no interferir con sus sesiones.
Hasta nuestras mascotas tienen prohibido ladrar durante los enlaces virtuales de mi marido con la compañía en Japón.
Un mes con esta dinámica me parecía aceptable; dos, todavía tolerable. Pero la realidad es que llevamos casi un año en esta situación. A veces me asfixio. Sí, me es imposible respirar. Quiero dejar muy claro que adoro a mi familia, pero así como ellos han perdido el territorio de empresa y escuela, yo también he cedido el mío. A veces huyo con el pretexto de las compras y el pago de servicios. Una vez que subo a mi auto me siento plena de nuevo. Es mi zona privada, mi pequeña oficina móvil. De nuevo pongo mi música, bajo la ventanilla y dejo que el viento juegue con mi cabellera y con mis ideas.
Al volver al hogar siento de nuevo ese ahogo del encierro.
Abro ventanas, pero sigo sintiéndome cautiva.
Por eso es que muy temprano despierto, antes que nadie; para prepararme una bebida caliente, estar un rato a solas e imaginar que todo esto es un mal sueño, y que pronto habré de despertar.