Cuando era una jovencita tenía sueños recurrentes.
Mis visiones se remontaban a la época de Jesús en la Tierra.
Todavía recuerdo las calles polvosas, las casas de adobe y las piedras rojizas del camino. Sudé con el calor agobiante del desierto y sentí mis pies calzados por frágiles sandalias.
Uno de los momentos más nítidos tuvo lugar en el Monte del Calvario. A lo lejos pude ver tres cruces donde iban a ser sacrificados Jesús y los ladrones Dimas y Gestas.
Todo esto se lo conté a mi madre, quien preocupada e ignorante de mi talento trajo a la tía Esperanza para que me curase. Ella tenía el don de la clarividencia.
Subimos a la azotea de nuestra casa y con un huevo, hierbas, humo y rezos incomprensibles cerró la puerta entre el presente y el pasado ancestral.
Después rompió el huevo en un vaso con agua y vio entre varias señales un barco. Me dijo cosas que ya no recuerdo. Después con sus manos tomó mi cabeza, dibujó una especie de cruz en mi frente y me dijo que yo era del pueblo de Israel.
Desde entonces se acabaron mis viajes a Jerusalén.
Efectivamente cerró la puerta que me conectaba con esa dimensión.
Pero olvidó cerrar la ventana, porque a veces sigo escuchando una voz tenue que me llama por mi nombre, tengo sueños premonitorios y puedo sentir o ver a personas que no son de este mundo.
2 comentarios
Añade el tuyo →Adri, quiero que me sigas contando esta historia!
Cuando me leíste esta historia me sorprendió pero cuando me dijiste que era real casi me desmayo!! Compruebo que tú amor y sabiduría vienen de otros siglos, directo del corazón de Jesús.