Nada se opone a la noche

La eclosión del YO. Eso es la autoficción.

Este término acuñado por el escritor francés Serge Doubrovsky en 1977, se refiere a un modelo narrativo donde el autor recurre a su realidad para inspirarse, convirtiéndose en el protagonista de su obra. El lector se mueve entonces entre una autobiografía y una novela, diluyéndose la realidad con la ficción. Este estilo de narrar ha ido creciendo, siendo reconocido con el Premio Nobel de Literatura entregado a la francesa Annie Ernaux, escritora de autoficción. Últimamente, éste género ha consumido mis horas, días y meses. Particularmente he favorecido a escritoras latinoamericanas, españolas y francesas. Mujeres que escriben frenéticamente, embarcándose en una búsqueda de la verdad y narrándola de la manera más honesta posible.

En “Nada se opone a la noche,” la autora escribe sobre lo que duele: heridas abiertas sin cerrar por el tiempo, porque lo que se calla nunca se cura. Escribe para reconstruir la vida de su madre después de encontrarla muerta. Habla de suicidio, incesto, violencia, drogas, salud mental, lazos familiares, secretos, mitos, rituales, pérdidas, ausencias, desamparo, miedo, dolor, destellos de felicidad, esperanza. Todo visto a través de un crisol que funde las visiones de la autora, su madre y demás parentela. Con una prosa poética cargada de imágenes, sonidos y sensaciones, de Vigan cuenta “el tiempo de la decepción, los años de la desilusión” mientras interroga a la memoria a través de la escritura. Para rendir homenaje a Lucile —su madre—, “regalarle un ataúd de papel y el destino de un personaje.” Pero, sobre todo, al escribir busca el origen del sufrimiento. Por años la juzgó, rechazó, evitó cualquier similitud con ella. Por años soñó con una madre ideal. Una que pudiera anclarse a la existencia y fuera capaz de mantenerse en ella. Una que cuidara de ella y su hermana. Una que no inspirara el terror de encontrarla muerta.

En el proceso de escribir, en su búsqueda de “un tiempo robado al tiempo,” se dio cuenta que sobre toda ruina se puede volver a construir, siempre habrá un tiempo para llorar y la muerte es irremediable. Fue consciente del dolor que ella causo a su propia madre y de su fragilidad por haber aprendido demasiado pronto que la vida puede cambiar sin avisar, que nada a nuestro alrededor es completamente estable. En palabras de la autora, habitamos en el corazón del mito, la verdad no existe. No tenía más que fragmentos dispersos de su vida, y el mismo hecho de ordenarlos, constituye ya una ficción. La memoria solo conserva pocas cosas, y en ocasiones el recuerdo no corresponde con la realidad.

Mientras escucho a Satie o Chopin puedo imaginar la vida de Delphine. Empatizo con lo que experimenta. Siento dolores propios. Recuerdo tiempos pasados. Sufro. Río. Me lleno de esperanza. Paso de “la desesperación de esos días que pasan uno tras otro, sin hilo conductor o cortados en trozos” a “donde la vida es fácil de respirar, donde la felicidad está casada con el silencio. ¡Allí hay que ir a vivir, allí hay que ir a morir!”

Nada se opone a la noche
Delphine de Vigan
Anagrama
322 páginas

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