Primera parte
Es imposible escapar del 10 de Mayo con sus flores, serenatas, promociones en el radio, televisión y ahora en youtube, las redes sociales se llenan de enternecedoras publicaciones, Denise de Kalafe canta Señora Señora miles de veces en un día, los niños y niñas preparan bailes, poesías, dibujos, tarjetas y costuras para agasajar a sus mamás en el festival escolar. Cuando era niña mi abuela me dejaba faltar ese día, decía: “Tú no tienes mamá a quien festejar.” Tenía razón, yo no tengo madre, tuve varias cuidadoras: mi abuela, tía Conchis, Pachita la vecina y muy de vez en cuando, ella, la mujer que me parió, Rosalba, pero madre lo que se dice madre, no tengo, nunca tuve.
¿Quién inventó el 10 de Mayo? Seguramente fue una empresa, así como la Coca Cola inventó a Santa Claus. Las empresas hacen lo que sea con tal de ganar más dinero, les funciona, las tiendas departamentales se llenan, es imposible comer en un restaurant ese día, las florerías ganan en 24 horas lo equivalente a la venta de meses y la fila en las pastelerías es más larga que en la tortillería. “Mamá se lo merece todo.” Yo, no merezco nada, hace años, para ser exacta veinticinco, parí a una niña, no puedo decir que es mi hija, porque madre no soy, nunca lo fui.
Veo a través del ventanal de la cafetería en la parte trasera de un camión, la imagen impresa de una mamá abrazando a su hija pequeña. ¿Eso existe? ¿Las mamás tratan así a sus hijas? ¿Es verdad que las besan, abrazan y les cuentan historias y cuentos antes de dormir? Me parece irreal. Una vez en la clase de español la maestra pidió escribir nuestra propia definición de mamá, no supe que poner, escribí: “No sé lo que es una mamá, no tengo una.” La maestra me puso cero y me llamó después de clase: “¿Cómo que no tienes mamá?” preguntó con el ceño fruncido. “Pues no maestra, no tengo.” Contesté con seguridad. “¿Quién es entonces la señora que vino a la junta? Dijo que era tu mamá.” “Ella es Rosalba, me tuvo, pero no es mi mamá.”
No quise tener una bebé, solo pasó, un día me encontré con una niña en brazos y el susto puesto en la cara y el corazón, tenía dieciocho años. Mi mamá no me bajo de puta y pendeja durante meses, me obligó a dejar la escuela y a cuidar a la niña de día y noche, fueron meses agotadores, me negué a darle pecho, me parecía demasiado íntimo, yo no quería intimar con ella. Tal vez fue lo abrupto de su llegada lo que me hizo rechazarla, entender que mi vida como la conocía moriría por darle vida a ella, no estaba dispuesta a hacer ese sacrificio, era más fácil negar su existencia .
Cuando Cecilia cumplió tres años mi madre me liberó de su cuidado y me mandó a trabajar, me dijo: “Tienes que mantener a tu hija.” “No es mi hija. “ Respondí. “Tu hija o no, come y tu tienes que pagar esa comida, por pendeja.”
Comencé a trabajar en un centro comercial, por la mañana era dependienta en una tienda de ropa y por la tarde servía helado de yogurth en un kiosco, pasaba todo el día fuera de la casa, lejos de ella, volvía en el momento justo en que mi madre terminaba de acostarla y con una ternura inusual y desconocida en ella me decía: “A lo mejor mañana la agarras despierta.” Lo que mi madre no sabía es que yo tomaba la ruta de camión que más tardaba para justamente no encontrar a Cecilia despierta.
Rosalba trabajaba mucho, decía que era por mi culpa, por existir, porque tenía que darle dinero a mi abuela para comprarme comida, ropa, cuadernos y lápices que usaba en la escuela, para pagarle a Pachita la vecina cuando nadie podía cuidarme. “Sales cara”, decía cada fin de semana cuando le entregaba a mi abuela todo su sueldo, solo se quedaba con lo necesario para el camión y sus cigarros. “Es mi único gusto.” Alegaba. “Eso hubieras pensado antes de andar de …..” Mi abuela no terminaba la frase, siempre me quedaba con curiosidad de saber de que andaba Rosalba antes de que yo naciera.
Mi papá no perdía la esperanza de que el amor maternal floreciera en mí. Un domingo me obligó a acompañarlos al centro. Descansaba un domingo al mes, no pensaba pasarlo caminando bajo el rayo del sol y aguantando las pláticas de la niña, no sirvieron mis argumentos, a las doce en punto estábamos muy puntuales en catedral para escuchar misa, mis papás no se perdían un sermón dominical. Salimos y frente al atrio había varios fotográfos con sus cámaras viejas y un triste caballo falso despintado. Mi papá me empujó mientras decía: “Qué les tomen una foto a tí y a la niña.” Cecilia me tomó de la mano, su tacto caliente y pegajoso causó una incomodidad en mí cuerpo, subí a la niña al caballo y me puse a su lado. Afortunadamente el fotógrafo tenía práctica en tomar fotos rápido para pasar al siguiente cliente. Salgo con los ojos cerrados y una mueca de disgusto.
Solo tengo una foto de mi infancia, salgo junto a Rosalba, yo montaba un caballito de esos que aún pueden verse en algunas plazas. Recuerdo que me sentía feliz porque Rosalba me cargó para subirme al caballo, nunca había visto su cara tan cerca. Era hermosa, sus ojos color miel resaltaban con su piel morena, su cutis perfecto no tenía ningún grano ni mancha, su cabello lacio y largo a media espalda, se ponía un broche imitación de carey. Pensaba que se parecía a la virgen de Guadalupe que mí abuela tenía en su recámara. Apenas me senté en el caballo, el fotógrafo disparó la cámara, aún así pudo captar la alegría que sentía por tener a lado a Rosalba, ella salió con los ojos cerrados y cara de enojada.
Conseguí trabajo como asistente del gerente de una empacadora de embutidos a las afueras de la ciudad, entraba a las siete de la mañana, el trayecto desde casa de mis papás en transporte público me llevaba tres horas. Tenía que salir a las cuatro, a esa hora ni siquiera pasaba el camión. Encontré una casa de huéspedes cerca. Mi mamá pegó el grito en el cielo cuando le dije que me iba a vivir a otro lado. Le recordé la existencia de Cecilia que para ese entonces tenía once años y el apetito propio de la pubertad, mi papá decía que tenía una pata hueca porque nada la llenaba, además dio el estirón, necesitaba ropa y zapatos. Ante ese argumento mi mamá tuvo que apechugar, me hizo prometerle que todos los viernes en la noche estaría en casa para cenar con Cecilia.
Estaba en sexto de primaria cuando Rosalba se fue de la casa, consiguió un trabajo en donde le pagaban mejor y en donde según decía, valoraban sus capacidades, al parecer era el trabajo perfecto para ella, solo que quedaba muy lejos de casa de mis abuelos. Cuando se fue, un domingo por la tarde me dijo: “¿Ves todo lo que tengo que hacer porque cada día sales más cara?” No supe si tenía que contestar la pregunta.
Por primera vez en mi vida experimenté la libertad, las jornadas en la empacadora eran extenuantes, no importaba. Estaba lejos de la presencia de Cecilia, poco a poco me liberaba del peso de su existencia en mi vida. De lunes a viernes de siete de la mañana a seis de la tarde era la eficiente asistente del licenciado Flores, de las seis en adelante era Rosalba la compañera de trabajo alegre y divertida con quien todos deseaban convivir, tomar una cuba o ir a cenar. Lo viernes por la tarde mientras marcaba mi tarjeta en el reloj checador sentía una nube encima de mi cabeza, era hora de regresar con ella.
Espera la continuación de esta historia el 27 de julio.