Las semillas de granada

Con el pasar de los años Otilia se fue haciendo chiquita, perdió la mitad de su estatura debido a una curva en la espalda que le impedía mantenerse erguida. Caminaba como si fuera cargando la vida.

Su piel era tan delgada que  cualquier abrazo debía ser con precaución por temor a los rasguños. Había tantas arrugas en su frente, cuello y pecho, como senderos en un mapa. Lo único que no dejó de crecer fueron sus orejas y la nariz, las cuales lucían desproporcionadas con respecto al tamaño de su cara.

Poco a poco perdió movilidad en sus manos a causa de la artritis. Así que ya no jugó cartas, ni tejió con colores psicodélicos, ni zurcía calcetines. Recuerdo un par de anillos en su dedo anular, uno era de  compromiso y el otro de  matrimonio. Jamás se los quitó, no por un tema romántico sino porque era imposible.

Llevaba religiosamente en el bolsillo un rosario de cuentas rojas parecido a las semillas de la granada. Todos los días hacía oración. Tuvo largas pláticas con Dios.

Dejó crecer su cabello grisáceo hasta la cintura, después hubo que cortarlo para evitar los nudos que se formaban con cualquier viento. El chocolate le resultó desagradable desde pequeña pero amaba el limón. Lo añadía al refresco, a la sopa, a la botana y a todo lo impensable.

Estudió enfermería, profesión que abandonó a partir de su boda. Durante mi niñez vi desfilar docenas de familiares y amigos que iban a Carrillo Puerto 66 para aplicarse inyecciones. Siempre tenía lista una jeringa de cristal que hervía previamente en una cajita de metal.

Su conocimiento en medicina le permitió  amortajar a sus padres de manera pulcra y respetuosa. Una vez le pregunté cuál había sido la experiencia más difícil en su servicio en el hospital. Me dijo que asistir un parto donde el bebé nunca respiró.

Por cierto, ella recibió a mi madre sin ayuda de partera. Le bastaron sus manos y la fuerza de la vida. Después ayudó a muchos niños a bien nacer o a bien morir.

Tuvo cuatro hijos. Cada uno se lleva tres años entre sí. Lo decidió matemáticamente para facilitar la crianza.

También era buena en la cocina. Preparaba un pollo a la mostaza como nadie. Y un mancha manteles para chuparse los dedos. A los nietos nos daba de cenar pan con frijolitos que espolvoreaba con queso cotija y café con leche.

Fue viuda por dos décadas. No sé si mi abuelo se fue muy rápido  o mi abuela se quedó mucho tiempo en la Tierra.

En una cajita de Olinalá guardaba todos los aretes impares. Yo también hago lo mismo. Siempre tengo la esperanza de encontrar lo perdido.

En varias ocasiones la invité a pasar unos días en mi casa. Me encantaba tenerla como huésped. Era la manera de agradecer los recuerdos felices de mi infancia.

En cierta ocasión mi hija de cinco años no quería sentarse junto a ella en la mesa del comedor, tampoco en el sillón de la televisión, ni en la parte posterior del auto. Busqué un momento para charlar y cuestioné porque no quería estar junto a Oti.

En voz muy baja  contestó:

— Es que se va a morir.

Así que le hice prometer a mi abuela que su partida de este mundo tendría que ser en cualquier lugar menos en mi domicilio.

Y lo cumplió.

El enfermero del asilo la cargó entre sus brazos para llevarla a la cama después de un día largo y común. La cobijó. Le puso las semillas de granada entre sus manos para su charla nocturna con Dios. Apagó la luz. Cerró la puerta. Y mi querida abuela se quedó dormida para siempre a sus noventa y cinco años.

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