Era un espejo ovalado de cuerpo completo. Cuando era nuevo debió de ser muy elegante. No distorsionaba las imágenes. Tenía un bisel todo alrededor. Montado en madera en un marco interior que colgaba de uno exterior que servía de soporte para poder moverlo de arriba abajo, había reflejado por más de 60 años a muchísimos objetos y personas con nitidez y excelente reproducción. Su caoba estaba llena de molduras talladas, hechas a mano, y tenía unos tornillos sólidos ocultos en bisagras que le permitían mecerlo a conveniencia del que se parara frente a él.
Ella lo encontró en un bazar de cosas antiguas a un precio accesible. Lo compró para tener donde poder ver su silueta. Desde que el espejo llegó, cada mañana antes de salir, observaba sus atuendos completos. Analizaba su maquillaje, su peinado, si sus zapatos combinaban, y si lo seleccionado mejoraba su figura. A veces se cambiaba totalmente de ropa o peinado, tantas veces fuera necesario hasta sentirse satisfecha.
Tan absorta estaba en elegir las prendas y detallar sus labios que tardó en darse cuenta de que aquel espejo era como el de los cuentos. ¡Hablaba! Tenía una voz lejana, ronca y elegante. Parecía voz de mujer, pero no estaba segura. Ella podía escuchar como un eco en su cabeza los comentarios que le hacía. Algo así como «qué bella», «qué chaparra», «esos zapatos no», «ya tira ese pantalón», «qué feo te peinaste», «qué panzona», «qué caderona»… Bastaba que se parara enfrente para escuchar la voz haciendo observaciones. No podía cambiarse de ropa, ni elegir nada sin consultarlo. ¿Cómo me veo?, se preguntaba, y esperaba la voz de aquel espejo… «Bonita», «gorda», «más o menos», «terrible»…
Se empezó a sentir confundida cuando aquel espejo no era claro en sus mensajes. A veces la aprobaba y otras la hacía sentir muy mal. Ella estaba obstinada en lograr su aprobación.
Sin poder resistir, se acercaba más y más hasta fijar su mirada en él. Cada vez tardaba más en cambiarse. Hubo días en que, exhausta, se tiraba en la cama y, rendida, decidía mejor no salir.
Entre más se veía, más hablaba el espejo. Ella, curiosa por escuchar lo que tenía por decir, se pasaba cada vez más rato frente a él. Un día, cansada de ese diálogo juzgón, aventó un cepillo fuerte hacia el espejo. Enojada gritó: «Basta, déjame en paz».
Para su sorpresa, el cepillo no lo rompió. El espejo se lo tragó. A ella le salió un chichón en la frente, como si alguien le hubiera aventado un cepillo en la cabeza.
Desde entonces, curiosamente, el espejo solo le ofrece palabras de aliento, aprobación y apoyo.
6 comentarios
Añade el tuyo →Hay Lume, que relatos tan vivenciales, gracias por compartir.
Orales jaja
Ay Lume!
Este relato, creo tal vez lo vivimos muchos seres humanos.
Aún sin espejo, esperando aprobación hasta del reflejo de agua, vidrio o nuestros semejantes…
El espejo sólo es el reflejo de lo que nuestra mente ve
A querernos y a agradecernos!
Curiosamente no podemos dejar de tener un espejo de cuerpo, ¿será porque es el que nos dice verdades?
Gracias por ese relato tan reflexivo. Felicidades Hija querida.
Estupendo mi Lume, gracias