Rastas de cera

Vueltas y vueltas alrededor de Florencia. Empieza a anochecer.

«Benvenuti a Firenze» dice el letrero. Creo que estamos perdidas.

Hace cuarenta minutos abordamos «l’autobus» en la parada cerca de «Piazzale Michelangelo». Un chico nos mira. Se bota de la risa.

— ¿A dónde van?
— Ya no sabemos, creíamos que a «Santa Maria Novella».
— Yo las guío. Me sorprende… — dice mientras ríe con los ojos.
— ¿Qué te sorprende? — pregunto intrigada.
— Que hablen conmigo.
— ¿Por qué no lo haríamos?
— Porque hace un mes tenía rastas y las niñas bien no me hablaban.
— Serán las italianas, nosotras somos mexicanas.
— Y yo uruguayo, pero en todos lados las mujeres son iguales.
— Podría decir lo mismo de los hombres y no creo. Bueno ¿y por qué te cortaste el cabello?
— Por la araña.
— ¿Cuál araña?
— La que hizo su nido dentro de mi pelo.
— ¿Cómo? — respondí asqueada.
— Sí, una noche desperté con mil piquetes en el cráneo. Imposible rascarme. Con las rastas no llegaba hasta la base del pelo. No quería quitármelas antes de volver a casa de mis padres. No supe que era. Me bañe montón de veces. Utilicé todo tipo de remedios: aceites para piel seca, jabón especial para piojos, veneno líquido que alguien me recomendó. Disminuyó por unos días, poco después estaba igual.
— Entonces ¿Cómo supiste que era una araña?
— Porque, aunque no quería, tuve que ir con la chica que me hizo las rastas de cera. Le pedí que me las cortara. Mientras caían los mechones de pelo, sintió un piquete en la mano. Tiró el mechón al piso, de dónde salió corriendo la araña. La maldita había procreado cientos de arañitas en mi cabeza.
— Entonces debo darle las gracias a tu araña.
— ¿Por qué?
— Porque si todas las mujeres somos iguales, no hablaríamos contigo y seguiríamos perdidas.
— Pues dáselas en persona — dijo mientras sacaba un frasco pequeño de cristal colgado a su cuello con ella dentro.

Foto de Drew Dizzy Graham en Unsplash

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