Las aves marías yo rezaba

Hace un año mientras esperaba mi turno para entrar a terapia recibí la llamada de una amiga, la escuché angustiada, noté en su voz ese tono que delata el llanto, me contaba que Silvia, una amiga que tenemos en común estaba muy grave, se complicó la recuperación de la cirugía que tuvo días atrás, me pidió organizar una serie de rosarios para rezar y pedir por su recuperación. Mis amigas tenían una imagen de mí de la mujer religiosa que sabe rezar, en ese momento yo había vivido una transformación en la manera en que me relacionaba con la religión y la espiritualidad.

Colgué, me pregunté: “Si Dios siempre está con Silvia, ¿es necesario hacer oración por ella? ¿Necesitamos rezar para que Dios la curé?”

Estudié once años en una escuela católica administrada por religiosas, mi mamá cuenta que le dijo a mi papá: “Yo no voy a enseñarla a rezar, hay que meterla a una escuela católica.” Así entré al Instituto A. Mayllén, escuela exclusiva para niñas, teníamos clase de educación en la fe en donde aprendíamos de la Biblia, teníamos un manual de oraciones, los lunes nos preguntaban de que había tratado el evangelio del domingo anterior, conmemorábamos con una presentación de las apariciones de la virgen de Guadalupe el doce de diciembre y nuestra clase de canto se enfocaba en canciones religiosas que cantábamos en las misas que se celebraban en la capilla del colegio.

Una de las canciones que más recuerdo por las emociones que movía en mí se llama María de mi niñez, trata de una persona adulta que recuerda cuando rezaba de pequeña y que con el paso del tiempo olvidó rezar y perdió la inocencia, mí niña de entonces sentía miedo y nostalgia ante la idea de alejarse de Dios y de la virgen y con eso perder la inocencia, me decía que nunca, nunca iba a dejar de rezar.

Por las noches le rezaba al niñito Jesús y al ángel de la guarda, seguían mis peticiones que básicamente consistían en mitigar mis más grandes miedos: qué mis papás se pelearan y que me saliera sangre de la nariz.

Llegó el tiempo de prepararme junto con mi hermana para hacer la primera comunión, mi mamá siempre fue práctica en cuestiones religiosas y la Iglesia católica no era tan exigente en la preparación de los sacramentos hace treinta y cinco años, compramos el catecismo del padre Guerra, era un librito delgado con hojas de papel kraft y en la portada la imagen de un niño o niña con cara angelical y en letras azules y mayúsculas las palabras: Mi primera comunión. Mi mamá nos hizo aprendernos de memorias todas las preguntas y sus respuestas, cuando nos preguntó todo el catecismo y contestamos sin equivocarnos, consideró que ya estábamos listas para hacer la primera comunión.

Mi formación religiosa y espiritual consistió en memorizar preguntas, aprender ritos y devociones religiosas y rezar muchas oraciones, aprendí a rezar el rosario con sus misterios dolorosos, gozosos, gloriosos y ahora hasta luminosos, sin por supuesto dejar de lado la vida y obra de Don José Antonio Plancarte y Labastida fundador de la congregación de las religiosas que administraban la escuela.

Cuando entré a preparatoria cambié a un colegio también católico, pero no tan rígido en su estructura y en su manera de enseñar la religión, también teníamos clase de educación en la fe y había misa de vez en cuando. Uno de los recuerdos más extraños que tengo de esa época es que el obispo falleció y todos fuimos en camiones a catedral a los servicios fúnebres, hasta la fecha me pregunto el sentido de hacer que todo el alumnado hiciera la excursión. A mis diecisiete años me convertí en la persona de la canción que dejó de rezar.

Dios siempre está presente en mi vida de una u otra manera y la imagen que tengo cambia con el paso del tiempo al igual que la manera en que me relaciono con Él. Pasé de un Dios que castiga si me porto mal, al Dios comerciante que me cumple lo que le digo si le doy algo a cambio como una cadena de oración o algún ayuno, el Dios que no me escucha y me abandona, al Dios que encuentro en el silencio y con quien solo estoy y soy.

Mi búsqueda espiritual me ayudo a aprender que espiritualidad no es lo mismo que religión y que orar es una manera de relacionarme con Dios que va mucho más allá de repetir oraciones de memoria sin conectar con nadie ni nada.

Durante la pandemia de Covid-19 entré en crisis por el confinamiento y la incertidumbre, por medio de redes sociales recibí un anuncio de un taller de oración impartido por el Centro Ignaciano de Monterrey, durante varias semanas aprendí a hacer oración escuchando y sintiendo mi cuerpo, a encontrar y sentir la presencia de Dios a lo largo de mi día, en lo cotidiano, en las personas con quienes me encuentro y en la naturaleza. Este taller me invitó a ir un poco más allá y meses después viví los Ejercicios Espirituales en donde durante una semana viví en silencio y por medio de meditaciones y oración diaria, descubrí que en silencio escucho a Dios, que en la calma estoy con Él (o ¿Ella?).

El día que me llamó mi amiga, compartí con mi hija las preguntas que me hice, reiteré con ella mi cuestionamiento sobre la efectividad de la oración en relación a la salud de Silvia y no porque no crea en el poder de la oración si no porque estoy convencida que Dios está a nuestro lado aún si no creemos. Mi hija en ese entonces una adolescente de dieciséis años, me dijo: “Mami, tus amigas saben que lo único que pueden hacer por Silvia es orar por ella, la oración las va a dejar tranquilas.”

Entendí que no fueron las Aves Marías que rezamos, fue el amor de todas nosotras unidas y su familia pensando en ella y confiando en esa divinidad que nos mueve a amar el que permitió que hoy Silvia viva y nosotras sus amigas sigamos disfrutando de su amistad y compañía.

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