Un Triduo de misas

Día 1

Mi padre se llamaba Rodolfo. Confieso que nunca ha sido de mi total agrado ese nombre. Tiene demasiado ronroneo en la primera sílaba, es largo y convencional. Su mamá, de cariño le decía “Rorro”, creo que an ella sí le gustaba el sonido de la “r”.

Disfruto más de sus diminutivos como Fito, Rodo o Rudy. 

Siempre tuve curiosidad por saber cuál era el origen del nombre de mi padre, pues considero que tiene un valor significativo en cada persona.

En su familia fueron siete hermanos, como dato peculiar ninguno llevó el nombre de su progenitor.

Hace poco me enteré que nuestro abuelo era amante de la fiesta brava, ferviente admirador de un torero mexicano nacido el 22 de enero de 1888 conocido como el Califa de León, Rodolfo Gaona. Considerado como uno de los matadores más elegantes de la historia. Fue una gran figura del toreo de todos los tiempos, un torero completo.

En su honor mi padre llevaría su nombre. Después también mi hermano y en una tercera generación mi sobrino.

Me parece peculiar que mi hermano naciera un 23 de enero, un día después del onomástico del hombre de luces.

También me asombra que este famoso y valiente personaje fuera originario de León de los Aldama en Guanajuato lugar donde radico desde hace diez años.

Rodolfo es un nombre que deriva del germano y significa  “El que busca la gloria”. Reivindico mi postura inicial, ahora lo leo con letras mayúsculas y lo encuentro sonoro y vibrante.

Día 2

Esa mañana hablé brevemente con él por teléfono.

Le escuché vacilante, confundido. Su voz siempre ronca estaba aletargada.

Con volumen bajo. Con palabras cortas.

Minutos antes se había desvanecido en el cuarto de baño, estaban por llevarle al hospital para ser atendido por un médico.

Le dije que tuviera calma, que pronto le darían auxilio. Que seguramente no pasaría de un mal golpe, de un moretón y de un par de días en reposo,

– Ya voy tomando carretera. En un par de horas estaré contigo.

– No cierres tus ojos. 

– Respira profundo.

– No tengas miedo.

No escatimé en consejos. 

Pero olvidé decir te quiero.

Día 3

En silencio entré a la casa vacía. Subí a su recámara para ver si recuperaba algo de él, quizá un gesto, algún suspiro o los restos de alguna charla.

Sobre el buró estaba Ulises Criollo de José Vasconcelos. Con pasta roja y letras de oro resaltaba entre los objetos. Era el compañero en turno del implacable lector.

Al lado del libro, sus anteojos, un vaso con agua de limón, una lámpara y media docena de servilletas de papel.

Un libro huérfano que mi padre dejó inconcluso porque se tuvo que marchar de improviso. ¿Ahora quién pasará las hojas? ¿Alguien llegará a la última página?¿Dónde habrá otro devorador de tinta para noches de insomnio?

Tomo el libro en mis manos, llama mi atención el separador atrapado e indefenso entre las 416 páginas. Único testigo de las últimas palabras que leyó mi padre.

“El mundo entero de los objetos dejaba de ser inmutable y geométrico y adquiría condiciones de provisionalidad. Habría objetos mientras durase el periodo en que el alma los necesita para orientarse en el Cosmos. Desaparecerían los objetos tan pronto como el alma recobrase por el camino de la verdad, su fin excelso y postrero, una especie de salto de lo objetivo a lo esencial y desde lo humano a lo divino. Tal era la médula de la enseñanza de la mecánica. Y su símbolo, ya no la esfera de los pitagóricos, sino la espiral que arranca del hombre o pasa por el hombre, pero luego se ensancha y progresa hacia lo absoluto”.

Lo tomé como una despedida. Su última lección.

Comprendo que hay algo divino más allá de nuestros sentidos. Y sé que su alma navega en mares infinitos.

Deja una respuesta