Otra noche más, como todas las que he vivido en los últimos meses: noches incompletas e interrumpidas. Los pensamientos vienen uno tras otro, segundo a segundo, minuto a minuto. Jamás imaginé tener la capacidad de generar pensamientos tan rápidamente.
Hago suposiciones, creo escenarios, situaciones, diálogos. Me cuestiono y respondo a mí misma como si fuera otra persona. Me adelanto a situaciones que no sé si sucederán. Invento tragedias.
Ya me lo dijo una vez el doctor:
—Estás flaca de tanto pensar, porque pensar también quema calorías, ¿lo sabías?
Abro los ojos y veo el celular. Seguramente son las tres de la madrugada. ¡Claro!, siempre la misma hora, como todas las noches. ¿Por qué despierto a las tres? ¿Por qué no a la una, 2:35 o 5:44? Tecleé en Google: «despertar a las tres». No encontré gran cosa; parece que es algo común. Como dice el dicho: «Mal de muchos, consuelo de tontos». Al menos no soy la única.
Si tan solo pudiera dejar mi mente en blanco, seguramente volvería a dormirme, pero mi cerebro es una máquina productora de pensamientos. ¿Es que no se cansa?
Temo la llegada de la noche, pues será el mismo ciclo de la noche anterior.
He intentado todo lo que se me ha ocurrido: escucho música relajante, reproduzco meditaciones guiadas, rezo el rosario, hago respiraciones profundas, pero los pensamientos continúan.
Dormir es parte de vivir. Es tan común y ordinario, y a la vez tan efímero e inalcanzable.
Mi mayor anhelo es dejar de pensar… y dormir. Dormir. Sumergirme en la oscuridad. Abandonar la sensación de ahogo. Dejarme abrazar por la placidez del sueño. Callar mi mente.
Escuchar el silencio hasta perderme en la profundidad de la calma.