Cuentos de mi ciudad.
Entre sueños escucho el teléfono sonar. Tomo el celular pero el que suena es el de la línea fija en la cocina. Como puedo me levanto medio adormilada y contesto.
— Hija soy tu madre ¿Por qué no contestas pronto? ¡Marqué tres veces!
— Perdón, estaba dormida. Me hubieras marcado al celular.
Mi madre es de las pocas que sigue usando primero el teléfono fijo, ese que ha desaparecido ya de muchas casas.
—Necesito ayuda. Tu abuela se cayó y tu tía la llevó al hospital. Necesito que vayas y arregles lo del pago. Yo vengo de regreso en carretera y tú llegas primero.
—Si mamá, ahorita voy. Vénganse con cuidado.
Tomo mi bolsa, me pongo unos zapatos y subo al auto. Mando un mensaje a mi esposo, le cuento lo sucedido y le pido que se haga cargo de recoger a los niños en la escuela hoy.
En el camino en mi mente solo aparecen estas palabras ¡como es dura la vejez! Mi abuela pasa de cien años y no se quiere morir. Lúcida como ninguna, pero con dificultad para moverse. Depende ahora de sus hijas e hijos, más de unos que de otros como siempre se ve en toda familia. Mi madre está cansada, pero con mucho amor dedica tardes y mañanas a hacer sus turnos de compañía, a pagar sus pañales, doctores y demás gastos. Gastos que parecen los de un bebé. Mi tía, la que vive con ella pues es viuda, me imagino está aún más cansada.
Aún recuerdo una fiesta de hace pocos años, en la que mi abuela dijo coqueta:
— Hoy no tomé mi medicina, para poder tomarme un tequilita.
Yo que no tomo ni una cerveza, pues no me gusta el sabor y luego no vaya a ser que me guste, miraba divertida su gusto por la vida.
Llegué al hospital en el centro de la ciudad. Llamé a mi tía y me explicó que le estaban haciendo radiografías, que pasara a caja. Arreglé todo lo que pude, dando la tarjeta de mis padres para emergencias y como no tenía donde esperar me senté en la cafetería del hospital. Era un lugar simpático, una habitación de una casona antigua que se encontraba al lado del hospital y fue anexada por falta de espacio. Parecía que con solo unos pasos había retrocedido en el tiempo. Pedí algo para desayunar. Mientras, el señor que estaba al lado de mi mesa me observaba. Era un señor elegantemente vestido, con corbata, sombrero y bastón a su lado. Tomaba café mientras leía el periódico. ¿Qué estará haciendo aquí? me pregunté. Por un momento pensé que era un fantasma — con eso de que en mi familia tenemos ese rasgo extraño — hasta que ví que el mesero le habló amablemente,
— Sr. Gómez ¿le traigo más café?
— Si por favor. También a la niña en la mesa de al lado y ponlo en mi cuenta.
Con pena le digo gracias y me contesta,
— Tu cara dice que lo necesitas. No es nada, pues soy un hombre que tiene más de lo necesario y Dios dice que debo compartir ¿Quieres escuchar mi historia?
Le respondo que sí. Como el lugar es muy pequeño, pareciera que estamos en la misma mesa mientras él me narra lo siguiente.
— Llegué a México de España cuando era un joven de catorce años junto a mi madre. Mi padre ya había llegado unos años antes aquí. Fue una bendición huir a tiempo de lo que se venía en mi país. Mi papá llegó sin nada, pues todo lo que teníamos se quedó en nuestra patria. Con poca ayuda se hizo de un pequeño cuarto donde vivir junto a nosotros. Comenzamos de nuevo, hasta lograr una posición que nos permitía ciertos gustos. Pero esa no fue mi riqueza, fue la de mi padre. Cuando estaba en mis veintes mi padre murió y mi madre se casó con otro español que vivía aquí. Pero ese hombre era cruel, y cuando mi madre murió poco después me quedé otra vez sin nada.
Un día iba caminando por la plaza principal cuando me encontré un boleto de lotería ¡pero qué suerte! Resultó ser el ganador del premio gordo. Un millón de pesos en aquellos tiempos lo era todo. Lo primero que se me ocurrió fue en irme varios meses en un crucero alrededor del mundo. Me fui sabiendo que un día tendría que regresar, así que pensé y pensé ¿Qué negocio pondré con este dinero? Mientras viajé observé todo lo que pude de los lugares que visité, de la gente y sus costumbres. Me dí cuenta que en todos lados las sopas eran algo universal. Probé cuánta sopa pude: exótica como la de tiburón, amigable como la ramen, tradicional como la minestrone, seca como el gulash húngaro, cremosa como la clam chowder, picantes de la India — más que las mexicanas,— humildes como la de frijoles o de fideo, la más bella — al menos para mí — como la sopa de cebolla francesa, y la más deliciosa de todas: la de mariscos, como la cataplana portuguesa. Todas eran únicas, sin importar si era la más elegante o la más sencilla. Me dí cuenta que la sopa es algo que siempre reconforta el alma, cura al enfermo y da vida.
Regresé a México y agregando el pozole, el caldo tlalpeño, la sopa de médula y la de tortilla, hice un menú con mis veinte sopas favoritas. Contraté a dos señoras de un rancho cercano que me dijeron eran las mejores de la zona. Les puse casa para ellas, sus hijos, una nana y una mucama. A sus hombres no los dejé venir, porque luego iban a salir con que ya no trabajaran. Esos solo podían venir el fin de semana. Pero desvarío. El punto fue que al poco tiempo abrí mi restaurante “Las Sopas del Señor Gómez” y me llené de gente. Muchos venían de México, Guadalajara ¡desde Monterrey! a probar mis sopas. Abrí restaurantes en todas partes, hasta tenía uno en Estados Unidos. Por supuesto mis bolsillos se llenaron de dinero, pues la comida vendida o regalada siempre está de moda, sin importar que crisis van y crisis vienen. Entonces conocí una mujer bellísima con carne en los huesos como debe de ser, que amaba las sopas y me dió cuatro hijos que me han dado muchos nietos y bisnietos. Desde que mi esposa murió, hace dos décadas, todos los días vengo a desayunar a éste, el único restaurante que me queda.
— ¿Cómo? —pregunté intrigada — ¿el del hospital es suyo? ¿los demás los administran sus hijos?
— ¿Qué si este hospital es mío? Ah, si también. Este lo puse cuando mis hijos crecieron y me dijeron que no podía seguir sirviendo sopa y cerré mis restaurantes. Me pregunté ¿de qué otro modo puedo salvar a otros? Y pues aquí estamos. Mire, ya terminó usted su desayuno. Ahorita le pido que le traigan un postre y un té. Yo me tengo que ir. Pero cuando quiera puede venir a platicar conmigo, o mientras tenga un paciente aquí, y yo la invito.
Le agradecí mientras se ponía el sombrero ceremoniosamente y tomaba su bastón. Se fue muy contento con una sonrisa traviesa chiflando una canción. Me recordó a mi abuelo, quién dormía la siesta con un sombrero sobre su cara mientras los nietos corríamos y gritabamos alrededor.
— ¿Me podría traer la cuenta joven?
— Ya esta pagada señora. Es más, usted ya pagó con creces lo poco que comió. Con escuchar a un pobre viejo delirante, pero rico como ninguno, hizo su obra buena del día.
— ¿Cómo? ¿su historia no es cierta?
— Pues sí es el dueño del hospital, y sí lo empezó de cero el doctor. Pero todo lo demás son cuentos de una cabeza soñadora, ¿más no sería bellísimo que fuera cierto?
— Sí. Lo sería.
Me levanté con el alma un poco más ligera, porque aunque eran cuentos de un loco, la amabilidad siempre toca corazones. Espero que Dios me la conceda cuando a mí me toque cuidar, y después a los míos cuando yo sea vieja.