El río de la esperanza

El miedo es más grande que la esperanza. Yadira la perdió aquella tarde en que unos asaltantes picaron su ojo en el forcejeo por arrebatarle la bolsa, como consecuencia lo perdió, la recuperó un poco cuando su tío Manuel, ese tío lejano al que no conocía y a quien recientemente había encontrado en Facebook le dijo que le iba a mandar unos dolaritos para que pudiera hacer el viaje. Cumplió su promesa y a las pocas semanas le transfirió mil dólares. “No es mucho mija, de algo te va a servir, al menos podrás cruzar a México.” Le dijo en un mensaje cuando Yadira se comunicó con él para darle las gracias.

Esa noche después de llevarle a Doña Reina el resto de los artículos crochet que le quedaban le dijo que en cuanto estuviera instalada le mandaría los datos para que le depositara el dinero de la venta.. Llegó a casa de su vecina donde junto con su familia pasaría la última noche en Honduras. Semanas antes vendió todas sus pertenencias: muebles, enseres de cocina, electrodomésticos y ropa de cama, regaló las prendas de vestir que no llevarían en el viaje, fue difícil elegir que llevar, necesitarán ropa ligera y que a la vez los proteja de las inclemencias del tiempo, los zapatos son clave, no sabe si en algún momento tendrán que caminar largas distancias. Dejó su pequeña casa vacía, instaló candados en las protecciones de las ventanas y en la puerta, lanzó al aire la señal de la cruz para bendecirla esperando que Dios cuide su hogar en caso de que algún día pueda regresar.

Dinora manda un mensaje: “Nos vamos mañana temprano, ojalá puedas marcarle al niño, no sé si algún día vamos a volver.” La puerta se abre, ve llegar a su madre, la percibe cansada, es un cansancio acumulado desde el día en que el representante de la pandilla llegó a su casa a amenazarlos a ella y a Freddy. Desde ese momento su madre no paró hasta encontrar la manera de huir de Honduras. Huir ¿Cómo se puede huir del país en dónde nació, creció y parió a su hijo? No le parece congruente huir del hogar, del lugar conocido, si el hogar no es refugio ¿Dónde lo encontrará?

Edwin ve la televisión, no entiende lo que pasa, solo sabe que su mamá y su abuela están muy enojonas, que tuvo que regalar su balón de futbol a sus vecinos porque no puede llevarlo al “viaje”. Nadie le explica a donde van ni porque dejó de ir a la escuela. Su mamá le dijo que van a buscar oportunidades y un lugar seguro para vivir. ¿Qué lugar puede ser más seguro que su casa? Todavía no se va y ya extraña su camita, la decoró con calcomanías del rayo Mcqueen. Lloró mucho cuando se la llevaron los señores de la camioneta azul, pronto cumplirá seis años y no podrá partir su pastel con sus amigos del fut.

Freddy se muerde las uñas, está nervioso. Conoce muchas historias de personas que murieron o desaparecieron en el “viaje”. Son afortunados, viajarán en autobús la mayor parte del tiempo, lo difícil será cruzar a Estados Unidos, el desierto lo asusta, se siente agradecido ante la aventura que lo espera, sabe que es vulnerable ante la pandilla, no da opción: entras o mueres y si entras no sales vivo. Recuerda ver a su mamá palidecer cuando le contó que los mareros estuvieron en su casa. Desde ese día la tranquilidad abandonó la casa de la familia Vásquez. Los mareros o maras son pandillas muy peligrosas que se extienden en varios países de Centroamérica: Guatemala, Belice, El Salvador y Honduras. La amenaza de los mareros es una de las principales causas junto con la situación económica de migración hacia Norteamérica. 

La noche transcurre lentamente, el silencio es abrumador, Dinora revisa una y otra vez la hora en su celular, tienen que estar en la terminal de autobuses a las 6 de la mañana. La pantalla marca las 3.25 a.m. 

Es la mañana del 7 de mayo del 2021 Yadira, Dinora, Edwin y Freddy, cada uno con su mochila en la espalda abordan el autobús que los llevará a la frontera de Guatemala con México. 

El autobús parte con puntualidad, Yadira trata de dormir, no está cansada, prefiere evadir por un momento la realidad con el sueño, migrar es difícil, hacerlo en plena pandemia es peor, no tuvo otra alternativa, la vida de sus hijos estaba en riesgo. Siguen en riesgo, al menos los mareros están cada kilómetro más lejos. No deja de pensar en su nieto, arrastraron al pequeño Edwin en este viaje. 

¿Qué desesperación debe sentir una persona para tomar la decisión de abandonar su país, casa, lo conocido, lo familiar, para embarcarse en una aventura de dolor?

Yadira siente el peso de la responsabilidad, es la cabeza de su familia, Dinora tiene 21 años, Freddy 17. Ella es su madre, su deber es protegerlos.

Edwin está enfadado, pregunta cada cinco minutos: “¿Ya llegamos?” Dinora no tiene paciencia, le niega el celular para jugar, necesita tenerlo con batería al menos hasta que crucen. El miedo es su compañero de viaje, no la suelta, la abraza, la ahoga. Ama a su hijo, eso es lo que hacen las madres, no deja de pensar que preferiría que no existiera. Su miedo no es por ella, es por el pequeño que se remolinea a su lado. Ella es la responsable de su existencia, si tan solo hubiera dicho que no, si se hubiera detenido a tiempo, si no hubiera dejado la escuela, si le hubiera hecho caso a su madre. Hubiera, hubiera, hubiera. ¡Qué palabra tan tonta!

Los dedos de Freddy sangran, no le quedan más uñas que comer, ni las advertencias sanitarias ante el COVID-19 de evitar tocarse la cara y llevarse las manos a la boca, frenan su deseo de comerse las uñas, la ansiedad es más fuerte que él. Se siente impotente, es el hombre de la casa y no logra transmitir seguridad a su madre, hermana y sobrino. Siente como se hunde en el asiento, quiere desaparecer en su relleno de hule espuma y aparecer mágicamente en Estados Unidos. 

Llegan a su destino, Tecún Umán en Guatemala, ahí toman una balsa para cruzar el río Suchiate, le llaman el río de la esperanza. La balsa es una enorme llanta de tractor, el balsero la desplaza con destreza. Edwin va encantado, ve el agua, los pájaros, los árboles en la orilla. Yadira bendice con amargura la ignorancia de su nieto.

Al llegar a la orilla el balsero les pide que esperen un momento, tiene que ir a esconder la balsa, en cuanto lo ven alejarse se acercan con rapidez dos hombres que les piden a gritos el dinero y los celulares, todo pasa muy rápido. Entregan lo pedido a excepción del dinero que cada uno trae guardado en la ropa interior. Los delincuentes se alejan corriendo. En ese momento Yadira comienza a llorar, es consciente del riesgo que corren, esos hombres pudieron secuestrarlos y venderlos al mejor postor. El tráfico de personas es muy común en esa frontera. La estrategia migratoria del gobierno mexicano argumenta que protege a los migrantes de esa realidad fatídica.

Cansados y asustados se abren camino en el monte hasta llegar a la carretera ahí encuentran un taxi, que acepta llevarlos al centro de Tapachula por una cantidad exorbitante. En el camino los paran los agentes de migración quienes a gritos y jalones los obligan a subirse a una camioneta. Son trasladados a la estación migratoria Siglo XXI. “¡Bienvenidos al infierno!” gritan otros migrantes mientras caminaban escoltados por los agentes. A su alrededor había soldados con escudos de plástico y cascos. “Bonita bienvenida” piensa Freddy, parece un campo de guerra. “No somos delincuentes” susurra para sí Dinora. Yadira trata de mantener la compostura, sostiene al pequeño Edwin de la mano, quien ve todo con sorpresa y curiosidad. 

Los agentes de migración registran sus datos y revisan los documentos, les dicen que deben permanecer en ese lugar hasta que les expidan un permiso para permanecer en Tapachula. Yadira pregunta por el permiso de tránsito para seguir el viaje hacia Estados Unidos, uno de los agentes, un hombre corpulento, le sonríe con sorna, le explica que ese documento ya no se expide. No les dicen cuanto tiempo van a permanecer ahí. Salen a reunirse con el resto de migrantes, escuchan los tiempos de espera de algunos de ellos: diez días, tres semanas, algunos llevan un mes. 

Dinora no entiende como van a pasar en ese lugar un mes, está lleno de gente de diferentes nacionalidades: haitianos, salvadoreños, hondureños, cubanos. El calor es insoportable, no hay manera de bañarse, duermen en el piso, los alimentan con comida de mala calidad, en varias ocasiones les dieron fruta podrida. El trato que reciben es inhumano. Freddy se enferma del estómago, la diarrea no para, baja 20 kilos en tres semanas. Por fin después de 28 días les dan el papel para permanecer en Tapachula. 

Salen de Siglo XXI, se dirigen al centro, el Parque Hidalgo los recibe al igual que a decenas de migrantes que están varados en Tapachula. Aún tienen algo de dinero, buscan un lugar en donde vivir mientras solicitan la condición de refugiados. Encuentra una vecindad sucia y maloliente. 

Las condiciones en las que viven los migrantes en vecindades y algunos hoteles es indignante, carecen de los servicios básicos, los habitantes superan la capacidad de las viviendas, sin embargo, no se compara a vivir al aire libre en el parque. Freddy observa a los lugareños verlos con desprecio, incluso con asco, no los culpa, cree que se siente invadidos, a nadie le gusta ver el parque principal de su ciudad lleno de gente ajena, basura y desesperanza. Si tan solo entendieran que no están ahí por gusto, que preferirían estar en su casa, seguros, pero en casa no hay seguridad. 

Yadira decide ir a las oficinas de la COMAR (Comisión Nacional de Ayuda a Refugiados) Freddy la acompaña, al llegar ven a decenas de migrantes amontonados ante la entrada, esperan horas bajo el sol, el calor de Tapachula es sofocante, llega su turno, les entregan una formato, necesitan llenar algunos datos, mientras escribe, Freddy escucha de fondo los testimonios de otras personas quienes dicen que es la segunda o tercera vez que solicitan la condición de refugiados, siente ganas de llorar, está desesperado. ¿Qué van a hacer si les niegan la solicitud? Tapachula es un limbo, solo tienes dos opciones: quedarte ahí o regresar a tu país. 

Mientras Yadira y Freddy están en la COMAR, Dinora sale con Edwin, el dinero se está acabando. Se acerca a un señor y le pide dinero, este le contesta: “Mamita usted tan linda y pidiendo dinero, tiene todo para ganarse una buena lana, ande deje al niño encargado, yo pago el hotel y le doy 500 pesos.” Dinora sale corriendo hasta la vecindad. Por la noche no deja de pensar las palabras de ese hombre, había escuchado también en el patio historias de muchas mujeres migrantes que ejercen el trabajo sexual, ganan hasta 1,200 pesos al día mientras se regulariza su situación en México. Dinora sabe que su madre jamás lo permitiría, la idea no deja de dar vueltas en su cabeza.

Pasan las semanas, Freddy va cada tercer día a la COMAR a preguntar sobre su solicitud, la respuesta es la misma: “Su solicitud está en proceso.” Una tarde escuchan en el radio que la caravana migrante pasará por Tapachula rumbo a la frontera con Estados Unidos, Yadira le dice a su familia que no pueden seguir así, han hecho lo posible por abrirse paso en México de una manera legal, llevan cuatro meses en Tapachula, es necesario seguir el camino. 

La caravana llega a Tapachula, las autoridades los desvían para evitar que más migrantes se queden ahí, la familia Vásquez se une y continúan con el éxodo, perdieron sus pertenencias, llevan poco dinero y un par de celulares, Yadira recuerda la canción de Cantares que tanto le gustaba a su papá: 

“Caminante, son tus huellas
El camino y nada más
Caminante, no hay camino
Se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar

Caminante no hay camino
Sino estelas en el mar.”

Al cantar en su mente Yadira se siente segura de su decisión, jamás volverá a pisar el suelo de Tapachula, ese lugar de calor infernal, ese embudo legal donde por primera vez se sintió intrusa, donde experimentó el racismo y la discriminación, cree que cada paso que da la acerca más a una nueva vida donde los maras no existen, donde sus hijos podrán trabajar, donde seguirá haciendo crochet y vendiendo su mercancía, donde su nieto crezca sano y seguro, un paso a la vez, solo uno.

Recorren kilómetros, la lluvia cae, no pueden detenerse es necesario continuar, la humedad en sus cuerpos los enferma, especialmente a Yadira quien padece de los bronquios, la tos arrecia conforme pasan los días, están exhaustos, sus pies están llenos de ampollas. Llegan a Oaxaca, ahí Dinora toma la batuta, les dice: Estamos cansados, enfermos, no vamos ni a la mitad del camino, creo que lo más prudente es entregarnos y rezar porque migración tenga piedad de nosotros y no nos deporten.” 

Cuando se entregan, la ACNUR (Agencia de la ONU para los refugiados) se hace cargo de ellos, reciben ayuda médica, los llevan a San Miguel de Allende y de ahí a León en el estado de Guanajuato, los resguardan en una casa para migrantes, es en ese lugar conocí a Yadira, escuché su historia, fui testigo de una llamada que recibió del tío Manuel, vi sus lágrimas, la traté de consolar y la abracé. ¿Cómo se puede consolar a una mujer que ha vivido semejante travesía? Me sentí impotente e inútil.  

Cada migrante tiene una historia y una voz, pero la indiferencia los hace invisibles ante los ojos de la sociedad, hoy quiero usar mis palabras para que Yadira y su familia sean escuchados, para que cada que veas a un migrante en el semáforo al menos no lo veas con desprecio. En varias ciudades de México hay albergues y casas que los acogen y los auxilian a resolver su situación migratoria, también les proporcionan alimentos, ropa, zapatos y asistencia médica para que sigan su camino, la ayuda siempre es bienvenida. 

Yadira y su familia continuarán el viaje, el tío Manuel le mandará algo de dinero, planea instalarse en Monterrey, mientras me cuenta la buena noticia, su único ojo brilla, con ese brillo que solo da la esperanza. 

Casa del Migrante Galilea 
Calle Río Balsas 211 Col. San Miguel
Teléfono: 477-715-5074
https://casagalileamigrante.godaddysites.com/

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