En la casa de mi infancia había un lugar especial en el clóset de mi hermano. En ese espacio mamá guardaba muchos libros perfectamente ordenados. Me extrañaba que fueran tantos, pues yo no recordaba haber visto a mamá o a papá con un libro entre sus manos.
Por supuesto que yo había visto otros libros en casa: enciclopedias y una colección de cuentos fueron los primeros que leí. Los leía una y otra vez, siendo mis favoritos La bella y la bestia, El generoso hermano menor y El Tomten… Me conmovía especialmente hasta las lágrimas el sacrificio de La sirenita de convertirse en espuma por amor a su príncipe. También me impresionó que la Bruja de Blancanieves quedó atada a unas zapatillas de hierro como castigo por su maldad, ya que —obviamente— leí estos cuentos en sus versiones originales; no las de Disney.
Yo percibía los libros del clóset como prohibidos, porque estaban fuera de mi alcance; su acceso resultaba complicado para una niña. Un día, ya con diez u once años, le pregunté a mamá si podía leer alguno de esos libros. Me entregó un libro sin pasta y con hojas de un cartoncillo amarillento. No recuerdo el nombre, era la historia de las aventuras de una niña y su gato. Lo leí muy rápido. Así comencé: tomaba un libro, le preguntaba a mamá si podía leerlo y ella me daba o no su autorización.
Cuando cursaba primero de secundaria, dejé de preguntarle: empecé a leer los prohibidos.
Así nació mi amor por la lectura.
Fueron tantas las emociones que experimenté mientras leía, que incluso, en más de una ocasión, me enamoré de algún personaje. Una relación sexual no la vi por primera vez en alguna película o por televisión; la imaginé leyendo.
Aún con ese amor por la lectura, sentía que algo me faltaba.
La pertenencia a un club de lectura se volvió una inquietud para mí, tenía un gran anhelo de compartir con otras personas el amor por los libros, conocer otros puntos de vista sobre una misma historia o tema.
No dudé en participar en uno cuando se presentó la oportunidad. Hoy, a casi a un tres años de ese día, lo veo como una gran bendición en mi vida.
Leer un libro y comentarlo con otras personas es una experiencia muy particular; es parecido a echar chisme con las amigas en un café, con la diferencia de que se platica sobre los personajes —o el autor del libro— se profundiza más allá de lo que la lectura pueda ofrecernos individualmente.
He aprendido a investigar y ahondar más en el tema o la historia en turno. El libro asignado en el club, en ocasiones se vuelve una obsesión: hablo de él como una adolescente habla de la persona que le gusta o de su pareja.
En el club el aprendizaje compartido se multiplica, para mí lo más importante de este grupo son las personas, mis compañeras. Son muy especiales, considero mi relación con ellas muy diferente a la que mantengo con otras amigas, por la simple razón de que compartimos un gusto muy personal e íntimo.
Con ellas no existe el temor a ser criticada o juzgada: soy transparente, sin máscaras. Agradezco enormemente su presencia en mi vida, pues durante dos horas a la semana soy yo misma. El club de lectura es un espacio donde nos une el amor por los libros, por una historia, por la vida.
Ya no soy lectora de clóset, ahora comparto con ellas las palabras que dan sentido a mi existencia.
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La curiosidad abre puertas para bien y cuán importante es rodearse de las personas adecuadas en el momento preciso.