Ana no podía creer que su hija estuviera muerta. Observó con asombro la pequeña caja de cenizas sobre el altar, como si se encontrara dentro de una pesadilla. Su esposo estaba inconsolable, pero al ver la iglesia llena de amigos, familia y desconocidos, sintió algo de alivio pese al dolor. Mientras tanto, Ana seguía sumergida en un estado de estupor, escuchando a lo lejos las palabras del padre durante la misa. Su mente viajó treinta años atrás y recordó cuando la tuvo en sus brazos por primera vez. En ese instante supo que jamás amaría a alguien de esa manera. En ella nació la necesidad natural de protegerla del mundo, y supo que sería capaz de cualquier cosa por su hija. Ana, a sus veinticuatro años, se sintió completa e invadida de una energía que la hacía ver posible lo imposible y al recordar el momento en que su esposo abrazó a ambas, pensó que no podía haber momento más perfecto.
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Ana desconocía que tener un bebé en casa requería tanta energía, pero a pesar del cansancio enorme que sentía, al ver a su hija se olvidaba del dolor en su cuerpo aún fresco, y de lo difícil que le resultaba moverse con la herida en su vientre. Dormía cuando podía, sumergida en un sueño profundo mientras la bebé estaba a su lado. La calidez de ese pequeño cuerpo hacía brotar en Ana, desde lo más profundo, una chispa de felicidad que crecía cada día. Mia era una niña sana, fuerte y observadora. Ana disfrutaba con cada cosa nueva que su hija lograba, desde sus primeras sonrisas hasta cuando por fin pudo decirle mamá. En ese momento de su vida, todo era tal y como estaba destinado a ser. Así pasaron días, semanas y meses, en una cotidianidad abundante de sencillas alegrías.
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Cuando Mia tenía dos años, un día Ana la encontró concentrada viendo por la ventana de la cocina hacia el jardín.
«¿Qué ves?», le preguntó con una sonrisa.
«Yo sé que ella está ahí», contestó la niña.
Ana se asomó, sin lograr ver nada fuera de lo normal. Además, no era posible que alguien hubiera entrado a su jardín, pues la casa estaba totalmente bardeada. Salió pero no encontró a nadie, ni fuera ni dentro de la casa. Esto se repitió varias veces, y en cada ocasión al preguntarle a Mia qué era lo que había visto, la respuesta siempre era la misma: ignorar sus preguntas mientras volteaba a verla fijamente para después irse.
«Serán cosas de niños…», le dijo su esposo, “o como decía mi abuela, los niños pueden ver fantasmas; quizá ve a uno”, agregó bromeando.
Ana procuró no darle mayor importancia.
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Poco tiempo después, cuando Mia tenía tres años, por medio del monitor de su cuarto Ana la escuchó platicar con alguien.
«Estará jugando sola», pensó Ana mientras cocinaba.
«¿Por qué tu cara es amarilla y tus ojos negros?, ¿por qué te vistes así de raro?, ¿vuelas para entrar por mi ventana?», escuchó decir a la pequeña voz.
Extrañada fue hasta el cuarto de Mia. Al entrar vio que jugaba sola con sus muñecos.
«¿Con quién juegas?», preguntó Ana.
«Ah, es solo mi dueña. Ella me dice qué es lo que debo hacer», contestó Mia, sin voltear a ver a su madre.
Apenas llegó a casa, le contó lo sucedido a su esposo.
«¡Tranquila! Los niños tienen mucha imaginación», dijo él riendo.
Pero estos episodios continuaron, hasta el día que Mia quiso prender fuego a su cama por indicaciones de sus amigos imaginarios. Con esto, Ana decidió que ya era el momento de que su hija asistiera a la escuela; tal vez le hacía falta convivir con otros niños, lo cual había sido complicado pues tenían pocos meses viviendo en esta nueva ciudad, en un país que no era el suyo. Además, Mia estaba ya por cumplir cuatro años.
Pronto empezaron juntas a visitar escuelas. En esos recorridos, Ana reproducía la música a un volumen alto mientras manejaba y cantaba. Su hija a veces participaba en el juego, pero de repente hacía los comentarios más extraños: «Hoy no hay pájaros en los árboles, todos deben de estar muertos», lo que dejaba perpleja a Ana.
En una de estas visitas, la directora se dirigió amablemente a la pequeña preguntándole su nombre y el de su mamá, a lo que la niña respondió, como si nada: «¡Ah!, esta no es mi verdadera mamá, mi primera mamá murió».
«¿Es adoptada?», preguntó nerviosamente la directora.
«¡No!», respondió Ana moviendo la cabeza.
Estos episodios empezaron a preocupar a Ana. Su madre había muerto, por lo que no sabía con quién hablarlo además de su esposo, a quien todo le parecía normal. Finalmente, decidió llamarles a su hermana y a su suegra.
«Tal vez se deba a que siempre están solas», opinó su hermana. «Pero si después de ingresar a la escuela persisten estos juegos imaginarios, te sugiero buscar ayuda con un psicólogo infantil», concluyó.
Su suegra le sugirió comprar una mascota para que les hiciera compañía, por lo que Bigotes, el gato, se convirtió en el nuevo miembro de la familia.
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Llegó septiembre. Mia por fin fue a la escuela. Contrario a lo que Ana pensaba, su hija se despidió tranquilamente de ella sin llorar ni mostrar preocupación por la separación. La vida siguió y las cosas mejoraron para ambas al conocer a otras mamás y niños con quienes compartir juegos e idas al parque. Casi al mes de ingresar a la escuela, la maestra solicitó una cita con Ana para hablar sobre Mia.
«La he citado porque aun cuando su hija es una niña muy inteligente y está avanzando muy bien en lo académico, ha tenido problemas para adaptarse a sus compañeros. Considero que tal vez le cuesta compartir debido a que es hija única», le comentó la maestra.
«¿Qué es lo que hace?», preguntó Ana.
«Se han presentado situaciones como cuando por no ser la primera de la fila aventó a una compañera; en otra ocasión, a un compañero le arrebató el material que ella deseaba. Una vez que quería tener la pulsera de otra niña y ésta no se la prestó, en cuanto pudo obtenerla la escondió en el patio de recreo negando su participación en el asunto. Al revisar las cámaras descubrimos que había sido Mia. Cuando platiqué con ella y le mostré el video insistió que era otra compañera. Aquí estamos trabajando en la espera de turno y el respeto a los demás. Queremos solicitarle su apoyo en casa, tenemos algunas sugerencias, ¿las revisamos?», procedió a explicarle la maestra.
Ana prometió trabajar de acuerdo con lo solicitado por la escuela. Se sintió agobiada y culpable, cuestionándose sus acciones como madre al creer ser ella quién había ocasionado esto. De regreso en casa, trató de hablar al respecto con Mia, quien reconoció haber hecho lo que dijo la maestra sin mostrar remordimiento. Al ver que Ana le explicaba porque era incorrecto, Mia se burló y la dejó hablando sola. Frustrada, esperó a que llegara su esposo, quien tras escuchar lo sucedido buscó a Mia.
«Amor, ¿es correcto no respetar a tus compañeros?», le preguntó su padre con tono calmo.
«No, me equivoqué. Te prometo no volver a hacerlo papi», respondió con voz dulce la niña mientras se acercaba para darle un beso en la mejilla.
«¿Ves? Es solo cuestión de hablar tranquilamente con ella», le recriminó a Ana.
Ella no podía entender lo que acababa de suceder y sintió rabia: el mal estaba hecho. Mia ahora era consciente de que con esa actitud podría salir airosa sin consecuencias serias. Mientras papá dijera que todo estaba bien, no importaba lo que dijera mamá.
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Estas conductas se multiplicaron tanto en la escuela como en casa. La única diferencia fue que Mia aprendió a mentir convincentemente y a ser más cuidadosa para no ser descubierta. Continuó mostrándose cariñosa con su padre, aparentando ser la hija perfecta y dándole por su lado a su madre para salir de la situación.
Pasaron varios cumpleaños. Mia siguió siendo la mejor alumna, una encantadora amiga y la niña perfecta con los adultos. Ana sentía que algo estaba mal, pero nadie más parecía notarlo. Se daba cuenta de la insensibilidad de Mia y de cómo a través del chantaje —convertido por ella en un arte— manipulaba a su esposo para conseguir lo que se proponía.
Lo que terminó por convencer a Ana de que su hija tenía algo roto dentro, que tal vez sería imposible reparar, fue cuando mató a Bigotes.
Esa mañana mientras bajaba a preparar el desayuno, Ana se sorprendió de ver por la ventana a Mia en el jardín, con una piedra en la mano llena de sangre y el gato inerte tirado en el pasto.
«Mia, ¿qué has hecho?», preguntó horrorizada.
«Mamá, Bigotes ya estaba viejo y sufría por su edad. Lo mejor era detener su sufrimiento; por eso le ayudé», respondió con la cara exenta de expresión.
«No, Mia no lo ayudaste, lo mataste. Bigotes tenía muchos años por delante», le replicó aterrada.
«Tengo que cambiarme, se me va a hacer tarde», contestó Mia levantando los hombros, como si nada hubiera sucedido. Se puso de pie y entró en la casa mientras Ana lloraba.
Mia ya tenía nueve años.
«Dios mío, ¡es un monstruo! ¿Yo lo he creado? ¿Qué voy a hacer?». Las dudas asaltaron a Ana; pensamientos iban y venían en su cabeza.
En ese momento se percató de cómo a través de los años su hija había sido cruel; cómo desde su corta edad se resistía a los abrazos de su madre; de su obsesión por la muerte; lo exigente que era con su padre; y como desde pequeña presentó conductas extrañas.
Al irse su esposo e hija, Ana enterró a Bigotes en el jardín. Después se sentó en la cocina con un café frente a ella. Buscó en el directorio hasta que encontró un psiquiatra infantil. Llamó por teléfono y suspiró cuando le dieron una cita para la siguiente semana.
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El día de la cita asistió sola. La asistente la veía con extrañeza por haber acudido sin un niño o niña al consultorio. Al entrar se encontró con un hombre amable, de unos cuarenta y cinco años, ojos grises y anteojos que la escuchó con interés. Ana sintió cómo se le quitaba un peso de encima al compartir con otro todo lo que le había sido imposible decir con claridad desde hacía años. Al final preguntó: «Doctor, ¿cómo puedo lograr que mi hija no lastime a los demás? Conmigo es diferente a como es con otras personas; para mí todo lo que ella hace parece fingido y sin embargo, todos los demás le creen. ¿Estoy loca?», dijo Ana, reconociendo que temía en que se convertiría su hija al crecer.
«Sé que es exagerado decir esto, pero me da vueltas y vueltas en la cabeza. Es como lo que leí en un artículo: si alguien hubiera observado las conductas de Hitler desde pequeño y hubiera podido intuir los horrores que cometería, ¿no habría sido mejor asesinarlo de pequeño para salvar a millones de personas? ó ¿Él hubiera sido distinto de haber tenido otros padres? Tal vez ha sido mi culpa, tal vez debí ser una madre diferente», confesó Ana. Se sintió terrible al verbalizarlo fuera de su mente, pero por fin se había animado a expresar aquello que la atormentaba.
El psiquiatra le respondió tranquilamente: «Ana, entiendo su preocupación. Lo que me comenta de su hija, de acuerdo con su percepción: la falta de remordimiento, el mentir, la manera en que rompe las reglas, su falta de respeto por la autoridad, la falta de tolerancia y su aparente egocentrismo… Todos son síntomas que corresponden a un niño sociópata. Por otro lado, sé que a usted pueden parecerle extrañas las historias que su hija contaba de pequeña, pero para los niños es normal utilizar juegos imaginarios para expresar lo que les preocupa o temen. Para muchos otros, es parte natural de su desarrollo poseer una imaginación tan vívida, pues exploran y entienden su mundo desde el juego simbólico; incluso creando amigos imaginarios y sus propias historias. No son como los adultos, que podemos procesar las cosas hablando, por lo que eso no es tan preocupante. Sin embargo, ahora que su hija ya creció, veo que ha optado por la manipulación de los hechos, y eso sí nos concierne», enfatizó.
«¡Sí!, pero ¿por qué su obsesión con la muerte?», cuestionó Ana.
«Puede ser que en un inicio su inquietud por la muerte se debió a que su abuela murió, y alguna vez escuchó hablar del tema. Igualmente, si no tenía niños de su edad con quiénes jugar, ella lo procesó creando su propia narrativa. Respecto a la muerte de su gato, eso es muy serio; considero que debo ver a Mia lo más pronto posible para valorar la situación. Prometo ayudarla si usted se compromete a trabajar con su hija», concluyó el psiquiatra.
Ana aliviada pensó que las cosas podrían ser mejores; tal vez varias familias habían atravesado por lo mismo. En los siguientes meses y años, ella, su esposo y su hija acudieron a las consultas. Al parecer, las cosas mejoraron y así transcurrieron muchos años en relativa calma. De repente, había situaciones que a Ana aún le causaban inquietud, pero confiaba en que con su amor de padres mejorarían las cosas gradualmente.
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Mia creció y fue a la universidad, solo regresaba a casa en vacaciones. Un verano conoció al hijo de los nuevos vecinos, quien era dos años mayor que ella: un muchacho amable, con buen sentido del humor y guapo. Su familia era grande, pues tenía cinco hermanos y varios sobrinos. Desde entonces, cada vez que podía, Mia regresaba a casa para ver a su nuevo novio. Un año después de terminar Mia la universidad, celebraron su boda. Ana, por fin, respiró tranquila. La vida parecía tomar nuevamente su rumbo. Eran felices, más aún cuando llegó a sus vidas su primer nieto. Su esposo estaba que no cabía en sí de contento. Este bebé de pelo negro y ojos brillantes les devolvió la alegría y la risa a los jóvenes abuelos. El pequeño Emi se convirtió en parte de su rutina diaria. Un niño alegre, cariñoso y curioso querido por todos.
A los cinco años, Emi empezó a enfermarse constantemente del estómago, sumándose poco a poco otros síntomas. Su pediatra no encontró con exactitud la causa de su enfermedad, por lo que Mia cambiaba constantemente de doctor argumentando que lo hacía para encontrar la causa, sin obtener un diagnóstico claro. Al no saber exactamente que lo enfermaba, le recetaron algunos medicamentos y dietas especiales, que hacían que por un tiempo mejorara para después recaer nuevamente. Ana preocupada veía cómo su nieto adelgazaba, como su tez adquiría un tono amarillento y tenía sarpullidos inexplicables; a veces, le subía la temperatura de la nada y sufría de dificultades para respirar. Sin embargo, Emi mantenía siempre una buena actitud pese a sentirse mal.
Un día, en una visita al hospital, mientras esperaban a que Mia terminara de hablar con el médico, Emi se dirigió a Ana: «Abuela, si sigo enfermo y muero, ¿me convertiré en un ángel? Mamá dice que tome mis medicinas y que pronto estaré bien. Pero me siento peor cuando me las da. Ya no quiero tomarlas».
«¿Y qué dice tu papi?», inquirió Ana.
«Papá viaja por su trabajo. Cuando está conmigo, jugamos hasta que mamá dice que debo ir a descansar a mi cuarto. Mamá me da la medicina y dice que duerma», contestó Emi.
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Ana sintió un golpe en el corazón. En el fondo de su mente no olvidaba la vez que Mia había matado a su gato. De inmediato tomó el teléfono e hizo una llamada.
«María, necesito tu ayuda; no puedo hablarlo con nadie más», le dijo a su hermana.
Ana le contó todo lo que debió haberle dicho desde hace muchos años, especialmente porque su hermana había estudiado psicología. María le marcó al día siguiente.
«He investigado y estoy muy preocupada. A lo largo de muchos años de experiencia en el hospital, he sido testigo de algunos casos de niños en los que no había explicación aparente de sus heridas o enfermedades, e ingresaban constantemente a urgencias. Revisé los expedientes: varios presentaron síntomas parecidos a los de Emi. Uno de estos niños murió en la sala de urgencias. Al realizar la revisión médica observaron que el niño tenía moretones por todo el cuerpo, así que le practicaron una autopsia. Encontraron que el niño había muerto envenenado; la investigación concluyó que la madre, poco a poco, fue quien lo mató. Fue toda una sorpresa que fuera ella, pues parecía ser la mamá perfecta que se dedicaba en cuerpo y alma a la salud de su hijo», le informó María.
Ana no podía procesar todo lo que acababa de escuchar.
«¿Crees que Mia le haga esto a Emi? Ella es la única que lo cuida, alimenta y medica; por lo general, su esposo está de viaje entre semana», le preguntó angustiada.
«Creo que… tu hija puede estar presentando el síndrome de Munchausen por Proxy. Siempre ha sido afecta a ser el centro de atención, y en el pasado tuvo varios episodios extraños de conducta. Creo que tu hija está mentalmente desequilibrada; parece ser una sociópata. Si padece este síndrome es improbable que ella vaya a cambiar. Necesitas librar a tu nieto del poder de Mia lo antes posible, pues es vulnerable a ella», concluyó preocupada.
Aunque a Ana le costaba trabajo creer que Mia fuera capaz de hacerle daño a su propio hijo, le faltaba el aire al pensar que podría tener algo que ver con la enfermedad de su pequeño nieto. Los médicos no habían encontrado la causa de los síntomas de Emi. ¿Mia sería capaz de esto? Pensó que probablemente sí: Mia, ante el mundo, era el ejemplo de una madre abnegada; de esa manera obtenía la atención y compasión de todos al ver a su hijo enfermo, y elogios por su supuesta entrega.
«María, mi hija no se detendrá y será muy difícil probar que esto está pasando. No quiero que Emi siga sufriendo», dijo llorando.
María guardó silencio hasta que finalmente le preguntó: «Pero ¿qué piensas hacer?».
«Aún no lo sé, tendré que…» matarla, pensó Ana, pero no pudo continuar por el llanto.
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¿Cómo podría matar a su hija?, ¿a su única hija? Juró protegerla desde el momento en que nació. Cada cosa que Ana hizo, cada decisión que tomó fue siempre pensando en qué era lo mejor para Mia. Quería que su hija se convirtiera en una buena persona y que viviera una vida feliz. Recordó que desde niña siempre supo que quería ser madre, y reconoció que ningún amor se acercaba a lo que había sentido por su hija; solamente lo volvió a experimentar cuando llegó Emi.
Ana necesitaba tiempo para tomar una decisión, pero primero era imprescindible que Emi estuviera lejos de su madre. Trató de convencer a su hija de tomarse unos días de vacaciones, aprovechando que se aproximaba su aniversario de bodas. Mia se resistía a dejar a su hijo enfermo, hasta que su esposo finalmente logró convencerla de irse de viaje. Las abuelas prometieron cuidar al pequeño.
Con Emi ya en casa de Ana, María vino de visita. Con el apoyo de un médico amigo suyo tomaron muestras de sangre y las enviaron con urgencia a México para su análisis y así identificar la causa de la enfermedad de Emi. En los resultados, encontraron que se le había suministrado un exceso de medicamentos para el dolor y tenía envenenamiento por químicos encontrados en algunos productos de limpieza. El pequeño confirmó lo que Ana presentía: Mia era la única encargada de su tratamiento.
El piso no la sostenía, le faltaba el aire, la tristeza la invadió.
Ana sopesó las consecuencias de dejarlo sin su madre. Se convenció tras observar que la salud de Emi mejoraba estando sin Mia.
«Estará bien. Su papá es un buen hombre y cuidará de Emi si su mamá no está con él. No veo otra opción… no me queda otra opción, solo matarla», le dijo a María, quien sorprendida veía llorar a Ana.
«¿Estás segura? Yo… estoy aquí contigo. No te dejaré sola, decidas lo que decidas», le respondió María mientras la abrazaba.
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Pero ¿cómo llevar a cabo el acto más difícil de su vida? ¿Sería capaz de lograr lo que se proponía? No quería ser descubierta, no tanto por tener que enfrentar las consecuencias, sino para evitar que su nieto fuera marcado por el hecho de que su abuela mató a su madre. De ser descubierta, destruiría además la vida de su esposo y la de los padres de su yerno.
María, después de investigar, descubrió que una de las ventajas de vivir en un país tercermundista es que pueden conseguirse relativamente fácil sustancias que actúan como veneno. Buscó a Ana para decirle: «Puedes utilizar el sulfato de talio, es una sustancia insabora que se emplea como raticida. Puedes usarlo en su comida o bebida. La dosis para matar a una persona es mínima. Los síntomas no aparecerán inmediatamente y, debido a que estos varían, podría pensarse que quizá durante su viaje se contagió de algo», le aseguró. «¿Pero de verdad crees que no hay otra opción…?», le cuestionó.
Ana no contestó. Al día siguiente, fue a una ciudad cercana a comprarlo en una tienda de fumigación. En el camino de regreso pensó cómo haría para dárselo a su hija.
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Para las hermanas, lo más difícil fue comportarse con normalidad al ver a Mia tras su regreso. Como cada vez que iba a su casa, Ana le sirvió un café con crema acompañado de unas galletas de canela con azúcar glass —las favoritas de Mia desde pequeña.
«Debo contestar esta llamada, es urgente», fingió María y salió de la cocina, pues al ver a Mia morder una galleta y beber del café estuvo a punto de perder el control. Mientras tanto, Ana escuchaba a su hija platicar sobre su viaje y al mismo tiempo veía en su cabeza imágenes de Mia. Quería dejar fluir el llanto y empezó a tener dudas, pero al pensar en Emi —quien dormía la siesta tranquilamente— decidió que no tenía otra opción.
«Quédate», le dijo a Mia tras terminar su café, «descansa mientras tu hijo duerme».
Su hija aceptó y le pidió otro café. Ana lo preparó. Mia lo tomó mientras veía el televisor, hasta que finalmente se quedó dormida en el estudio. Ana tomó una cobija, arropó con cuidado a su hija y besó su frente con cariño mientras pensaba: «Cumplí mi promesa hija, pues juré cuidarte y protegerte desde el día que naciste… hasta de ti misma».
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