El resto de sus vidas

Para todos aquellos que, sin darse cuenta,
me permiten tomar parte de su esencia y plasmarla en letras.

I

Eran sus desechos, su mierda; no eran de nadie más. En eso sí tenía el control, en esa necesidad tan elemental ella sí podía decidir, podía ser la jefa de sus excreciones. Su sombra, su esencia, se la habían robado.

A sus cinco años ya no era ella, por eso prefería vivir estreñida, inflamada e incómoda antes que ceder y liberar.

Martina era una bebé cuando descubrió el tacto de un extraño sobre su cuerpo. No comprendía lo que sucedía, simplemente veía la escena como una espectadora. La pijama resbalaba sobre su piel, el corazón retumbaba en sus oídos; un sudor frío le escurría por las manos alertando todas sus terminales nerviosas. Escalofríos le recorrían el cuerpo mientras su vista se nublaba y su garganta se cerraba. No podía emitir ni un sonido: sus cuerdas vocales colapsaban. El aliento del extraño tan cerca la hacía vomitar, pero a él no le importaba y seguía recorriendo ese pequeño cuerpo.

Martina aseguraba que sufría de pesadillas, para así dormir con su mamá. No podía aceptar lo que sucedía, y tampoco entendía muy bien la diferencia entre unos cariños y otros. No podía hacer nada para evitarlos cuando mamá estaba fuera de casa.

Un día, él se enteró de que ellas se marchaban. Vociferó que regresarían arrastrándose. Lexa, la mamá de Martina, reflejaba miedo en la mirada, un miedo profundo por las amenazas. En el fondo tenía pavor de que sus palabras se hicieran realidad, pero no había marcha atrás. El encierro derivado por la pandemia ubicó a la madre en su realidad: a la humanidad le demostró su vulnerabilidad; a ella, una intolerable situación. En abril tuvo que suspender su trabajo como fisioterapeuta debido al alza de contagios. A media jornada, la directiva le notificó que las citas posteriores debían suspenderse. Tomó sus cosas y se fue a casa.

Llegó a las ocho de la noche, cuando normalmente su hora de llegada era a las 10. Al entrar oyó un ruido proveniente de la habitación de Martina. Se asomó y encontró lo que ella consideraba la peor de las escenas posibles. La vista se le nubló, quiso vomitar sintiendo cómo un hoyo negro carcomía sus entrañas, pero tras un estallido de furia se abalanzó sobre la espalda de él —cual loba protectora de su cachorra— y le arañó la cara, enterrándole los dedos en los ojos. Él se desplomó por el dolor —y la sorpresa. Lexa vistió de prisa a Martina y la cargó para sacarla del cuarto.

Lexa aventó algo de ropa a una maleta. Salieron de casa. Corriendo hacia el coche, Martina rebotaba en brazos de su madre; para la pequeña este movimiento representaba la libertad. En ese momento asimiló que el aire que entraba en su cuerpo también salía con facilidad, y que la luna ya no era tan monstruosa como la cara de su padre: cachetona, ancha, fea y olorosa.

II

Martina está frente al juez, sentada en una silla de madera con un forro vino descolorido. Responde a preguntas que la hacen sentir que hizo algo malo:

—¿Tu mamá te habla mal de tu papá?, ¿tu mamá te dice que digas que tu papá te tocó en tus partes privadas? Señala dónde te tocó —interroga el juez.

Las respuestas de Martina son apagadas y temerosas, pero su cuerpo contesta a gritos, porque así como fluyen las preguntas, fluye la pipí entre sus piernas. El interrogatorio se da por terminado con las náuseas que hacen vomitar a Martina.

Desde el fondo del juzgado, impotente y sin poder acercarse, Lexa observa a su hija enfrentar un mundo de gigantes. Lágrimas escurren por sus mejillas al ver a Martina ante abogados y psicólogos del Dif Se le desgarra el pecho al no poder evitarlo; quisiera regresarla a su vientre en ese instante. Sueña con la inocencia perdida de Martina y anhela verla jugando y aprendiendo en el kínder, sin todo eso que ahora está tatuado en su psique y en su corazón.

Al salir de la sala, Lexa lleva a Martina al baño para cambiarle su ropita mojada. La madre trata en todo momento de ocultar su dolor, pero la hija es intuitiva.

—Mamá, acuérdate que las mujeres no nos rendimos.

Lexa se queda helada, la mira y lo único que alcanza a hacer es abrazarla fuerte.

—Nunca, hija, nunca nos rendimos —susurró en su oído.

Desde ese día Lexa supo que debía continuar y luchar por justicia. Escucha a su abogado, a su mamá, a sus hermanas, todos opinan. Opciones que van desde lo más descabellado, como contratar a un sicario, hasta lo más tortuoso, como aceptar las visitas supervisadas con su padre —Martina cada vez que lo ve se desbarata en llantos y gritos.

Lexa no concibe cómo ante la ley un hombre conserva sus derechos si no cumplió con su única obligación: salvaguardar a su hija. Para Lexa todo es tan sencillo como decir: «No cumpliste con tu obligación de cuidarla; no puedes tener ningún derecho como padre». Pero todo sucedía al contrario.

—La ley está hecha para defender al culpable y amarrar de manos al inocente —repite una y otra vez en su cabeza.
En una conversación con su abogado, Lexa le espetó que las leyes están escritas por hombres de la época de las cavernas, quienes creían que el abuso y la violación sexual era una parte retorcida del instinto, por lo que no debía castigarse con tanta dureza. Él se quedó callado, sin saber qué contestar. Lexa continuó cuestionándolo:

Martina está frente al juez, sentada en una silla de madera con un forro vino descolorido. Responde a preguntas que la hacen sentir que hizo algo malo:

—Si no, ¿cómo te explicas que un asesino reciba 50 años de condena, mientras un violador de menores, menos de 5?
Conforme hablaba el volumen de su voz aumentaba y el color de su cara se tornaba rojo; los ojos le saltaban con cada cuestionamiento:

—¿Ellos no matan en vida mil y una veces con cada uno de sus abusos? ¿Quién hace más daño, un asesino que acaba con la vida de la víctima, o alguien que abusa constantemente de una inocente que a ojos cerrados confiaba en él? ¡Ah! ¡Qué frustración! ¡No hay lógica!

El abogado, quien debería disponer de las palabras adecuadas para refutarla, no pudo. No supo qué decir.

III

Era día de visita en el Centro de Convivencia Familiar. Martina no sabía por qué tenía que ir a ese lugar donde había gente extraña diciéndole que jugara con su papá. Ella pensaba que nunca más lo volvería a ver; ahora se siente traicionada por su madre, que la lleva a fuerza a esos encuentros. Martina llevaba una semana sin defecar, ya que esa sensación le recordaba a su padre. Su enojo e incomprensión de los hechos hacían que no quisiera ir al baño. Rebeldía, chantaje, control, todo a la vez.

Mientras terminaba la reunión de Martina, Lexa fue a un café con la culpa como compañera, pues sabía que no había tiempo suficiente para perdonarse a sí misma. Ella, quien debía proteger a su hija, se dio cuenta muy tarde de lo que ocurría; no supo leer las señales. Por más que intentaba, no podía callar las voces en su cabeza, que la cuestionaban, la interrogaban, la enloquecían: «¿Agradecer a la pinche pandemia, porque sin ella mi ritmo de vida no hubiera frenado? ¿Cómo carajo dudar del hombre que escogí por amor? ¿Cómo iba a saber que todo era una mentira? ¿Tan estúpida soy que no me percaté de algo tan grave?».

Ahora debía encontrar la manera de construir un mundo seguro para las dos.
—¿Por dónde empezar? —dijo con la voz apagada.
Recordó que una amiga le había sugerido asistir con una psicóloga especializada en abusos. Decidió programar una cita con ella para complementar lo ofrecido por parte del DIF.

Miró su reloj, tomó su bolso y salió a recoger a Martina. Sabía que sería una noche pesada, porque su hija siempre salía muy enojada. Por más que Lexa hacía para que platicaran o cantaran en el coche, Martina se mostraba reticente a todo. Cada visita era una roca que tapaba la luz tenue al final del túnel. Lexa sentía que la perdía.

IV

Transcurrieron varios meses entre visitas supervisadas, abogados y citas con la psicóloga. Además de batallar con cubrebocas, desinfectantes, caretas infantiles y rezar en silencio por que las cosas que tocara Martina estuvieran libres del virus. Lexa pensaba que en lugar de estar encerrada en casa, protegida de los contagios al alza, pasaba los días en lugares concurridos.

La psicóloga le agradó a Lexa. Después de varias horas de espera finalizó la consulta diagnóstico. La especialista le comentó en privado que la niña necesitaría dos años de terapia para reparar el daño emocional, pero que aun así le quedaría una cicatriz de por vida con la que debería aprender a vivir. Le informó del trabajo en casa a realizar de manera conjunta para avanzar más rápido.

Lexa estaba a punto del colapso: además de todo lo que debía trabajar con su hija, las clases en línea eran para morirse. Mantener a Martina sentada y atenta resultaba una faena mayúscula, pues cuando Lexa creía que lo había logrado y que podía salirse del cuarto unos minutos, entonces volteaba y ahí estaba Martina de pie con sus juguetes mientras de la computadora salían los cantos e indicaciones de la profesora. La angustia de Lexa crecía cuando deseaba que las clases embelesaran a Martina para que así olvidara todo lo demás. Aunque la psicóloga le había dicho que era normal que no pudiera concentrarse o retener información como los demás niños, Lexa sufría de constantes ataques de pánico al pensar en la lenta recuperación de su hija.

Descuidó el casi nulo trabajo que tenía y las cuentas se acumularon. Aunque su familia la ayudaba a solventar los gastos, Lexa sabía que debía generar su propio dinero. Muy a su pesar, decidió ofrecer terapias a domicilio, corriendo el riesgo de contagiarse, pero debía aprovechar que un buen amigo la había recomendado, por lo que consiguió más pacientes, lo cual tomó como una señal.

V

Una mañana llegó un sobre a casa de sus papás, además de un correo electrónico con el mismo remitente. Por fin se había dictaminado el veredicto; ella y Martina debían personarse al día siguiente.

Hormigas la recorrieron de arriba abajo; sus palmas sudaron, y los «Y si…» saturaron su cabeza.

—¿Y si me la quitan…?, ¿y si tengo que volver a llevarla a testificar?, ¿y si el chingado juez aceptó los sobornos? Peor aún, ¿y si mi abogado se vendió?

No podía sacarse de la cabeza las mil artimañas que su ex utilizó para quitarle a la niña. El equipo de abogados del padre falsificó evidencia en la que se «constata que la madre provocó alienación parental sobre Martina» y además alegaban que su ex perdió el ojo izquierdo por culpa de Lexa.

Desde el fondo más recóndito de su cabeza una voz fría le aconsejaba vengarse. Aunque, si se hacía un poco de justicia, él pasaría un mínimo de cinco años en el reclusorio, donde seguramente alguien se encargaría de hacerle lo mismo que él hizo a su hija. Cuando pidiera clemencia, su violador le diría lo mismo que él le decía a Martina:

—Espérate tantito, ya voy a terminar.
Lexa se dio valor para continuar con su plan diciéndose a sí misma: —Hay veces que tomamos decisiones incorrectas, impulsadas por losmotivos correctos. ¿Dentro de un tiempo me puedo arrepentir? No lo creo, y si fuera así, de todos modos mi alma ya está muerta.

Deseaba verlo sufrir.

Hasta que la mamá de Lexa le puso una mano en el hombro fue como pudo salir de ese trance que la aproximaba a una crisis nerviosa. Antes de acostarse, juntas pidieron por noticias favorables. Naturalmente, Lexa no pegó el ojo en toda la noche. A las ocho de la mañana estaba más que lista para dirigirse a su destino.

A las nueve estaba ya frente al juez. En la mesa lateral estaba él. Trató de no mirarlo, pero sentía cómo sus ojos se clavaban en ella para obligarla a voltear. Una sensación ácida le subió del estómago a la garganta.
Inició la sesión. Lexa estaba atenta a cada una de las palabras, pero lo único que la hizo abrir los ojos como dos esferas desorbitadas y brillantes fue el veredicto:

—Se le encuentra culpable de violación y abuso de menores; en este caso de su hija.

Él azotó las palmas en la mesa —el ruido retumbó en todo el recinto. Lexa volteó, esta vez con una mirada firme y con su espalda más erguida que nunca, lo que provocó que el acusado agachara la cabeza. El juez se dispuso a señalar las obligaciones que El Culpable debía cumplir para evitar la cárcel:

—Señor José Manuel Iturbide debe pagar el tratamiento psicológico de la agredida, Martina Iturbide Rodríguez; depositar una cuota mensual de 15 000 pesos hasta que ella cumpla 18 años. Además, pierde la patria potestad en su totalidad. La casa que habitaron como familia queda en posesión de la madre, Lexa Rodríguez.

Al salir del lugar, Lexa no cabía de la emoción. Hace mucho que no sentía tanta felicidad. Abrazando al abogado le repetía:

—¡Se hizo justicia! ¡Ganamos! ¡Gracias, gracias, gracias!

De pronto, percibió cómo en su interior se caía a pedazos el plan de venganza que había tramado la noche anterior. La voz del fondo de su cabeza se convertía en un murmullo apenas perceptible. Empezaba a ser libre.

VI

Martina contemplaba a través de la ventana de su cuarto la caída de las hojas del otoño, mientras su mamá sacaba ropa de unas cajas y la acomodaba en la cajonera.

—¡Martina!, ¿dónde anda tu cabecita? Ven, ayúdame a guardar tus cosas. ¿Quieres que tus blusitas vayan aquí?

Martina volvió a la realidad y se dispuso a ayudar.
—Mami, ¿después de guardar jugamos?
El departamento al que se mudaron es pequeño pero lindo. Martina lo percibe luminoso y seguro. Le fascina lo detallista que es su mamá. Juegan a bailar y cantar. Viven solas; Martina no puede ser más feliz.

Después de más de un año atormentado, poco a poco la rabia y la tristeza se disiparon de los ojos de Lexa. Las terapias a las que asiste son de gran ayuda, pues ahora percibe todo con un poco más de claridad.

Luego de acomodar, Lexa cumplió su palabra: cantaron y bailaron.

Mientras Martina brincaba y bailaba, Lexa aprovechó para anotar una breve reflexión en su Diario de una pandemia:

La vida no es justa o injusta, la vida simplemente ES. Debemos crecer, pero no como un árbol, hacia afuera, sino como un tubérculo, hacia adentro y a profundidad. Sí, es verdad que las decisiones o acciones de otros voltean de cabeza tu vida, pero depende de ti el sentido que le das a esa voltereta existencial. Además, la volatilidad de las circunstancias, cuando menos te lo esperas, arrojan sus consecuencias.

Aunque Lexa desistió de meter a su ex en la cárcel, se enteró de que hubo grandes repercusiones en la vida de él: La ley persiguió de oficio el delito y lo condenó a 8 años de prisión, aunque pudo apelar y ampararse lo único que ganó fue tiempo. La noticia se hizo pública y el prestigio que él tanto presumía se vino abajo. Sus pacientes lo abandonaron y sus conocidos le retiraron el saludo. Su ojo izquierdo nunca lo recuperó, por lo que se vio obligado a dejar de operar —lo que más amaba en la vida era eso; nunca más lo volvería a hacer.

Lexa ahora sabe que su único trabajo es la sanación de ambas. Nunca ha dudado que algo se quebró dentro de ellas, pero jamás permitirá que eso determine el resto de sus vidas.

—¡Mami! ¡Deja la pluma y ven a bailar conmigo! ¡Yo bailo y tú cantas! —Me rendí ante el brillo de tu alma —apuntó en su diario.

14 comentarios

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Denis es admirable la manera en cómo relatas esta historia que envuelve todos los sentimientos. Mis respetos a las 3 .. valientes

Ay Denise no se que decirte, me encanto tu manera de escribirlo y a la vez muero del asco de que haya personas así … gracias por compartir y que Martina brille siempre!

Gracias por leer Chinita. Todo pasa por algo y la enseñanza es que aunque la vida no es justa siempre debemos de buscar la manera de salir a delante y reconstruirnos.

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