La entaconada de la cuadra

Cuentos de mi ciudad.

Ser travesti es una fiesta. Eso decía a quién le diera oídos la entaconada de la cuadra. Rosa es una morenaza de veintisiete años que ya no teme mostrarse tal cual es. Sale a la calle con su metro ochenta de estatura portando ropa entallada mientras su larga cabellera negra ondea al ritmo de sus caderas. Dependiendo de su estado de ánimo, viste con colores brillantes o sobrios, encajes o diseños estampados, faldas cortas o vestidos largos. Lo que sí es una constante es que su maquillaje siempre es impecable, sus accesorios son la envidia de las vecinas y tiene un cuerpo por el que secretamente varios hombres suspiran.

La chica que vive frente a su casa se convirtió en su confidente cuando Rosa se volvió su mejor clienta al comprarle labiales, sombras de ojos, pestañas postizas, y maquillajes que tapan los poros disimulando la sombra de la barba. Carmen es la única que aprendió a verla tal cual es. A ella le cita de su libro favorito ‘Las Malas’ la frase de que ‘a toda travestí se le da, en el reparto de dones, el poder de la transparencia y el arte del descubrimiento.’ Porque a dónde ella va la gente quiere ignorar su presencia, más es imposible no verla. Rosa existe para ser vista.

— ¿Cuándo supiste? — le pregunta Carmen sin mencionar que quiere saber, pues lo no dicho se entiende.

— Ay mana, desde siempre yo creo. Cuando era casi una bebé empecé a usar el suéter de la escuela como falda sobre el pantalón, y después lo convertía en una muñeca de tela para jugar con mis amigas en el recreo. Veía con envidia a mi hermana mayor vestirse con minifalda, pintarse la boca fucsia, hacerse un copetón de miedo y salir con sus amigas de fiesta. A los quince años ¡soñaba cosas tan bellas! que era una desilusión despertarme y darme cuenta que nada era real. Me veía del brazo del Ramón, con tetas y mi cabello suelto, sin importarnos el que dirán. En otros sueños era una princesa o bruja despiadada, una justiciera que se vengaba de los que me querían destruir. Como tu santa hipócrita hermana. Prejuiciosa y criticona. Veladora de las buenas costumbres. Apretada y amargada. Abusadora de su falsa ingenuidad mientras nos apuñala sin piedad ¡Mira que si fuera amiga nuestra se divertiría de lo lindo! Porque yo lo único que tengo es amor para dar y ella está seca en vida ¡por eso da pura mierda! — contesta Rosa con una carcajada mientras peina a su amiga.

— Soy como Lola, mi perra pitbull: fiera por fuera, un bombón por dentro. Hago lo que pocos se atreven a, porque voy contra el viento, soy real y ya no tengo miedo. Mi filosofía ahora es ‘si por pendeja caigo por cabrona me levanto’ además ¿qué chingaos les molesta de mi existencia? A nadie le hago daño, trabajo honestamente y ayudo a mi madre— sigue contando a su mejor amiga.

Los vecinos se burlan, le dicen la barbuda de la cuadra, puto, loca, marica, entre mil palabras más que se incluyen en el lenguaje humano del odio. Por eso en un inicio, de más joven, Rosa era una criatura con doble vida: hombre a la luz del sol, mujer con el brillo de la luna. Ahora es libre. Ahora, a manera de desafío se escucha desde su balcón la canción de la Trevi mientras canta con la voz que sale del corazón: ‘y me solté el cabello, me vestí de reina, me puse tacones, me pinté y era bella.’ Ahora, hay cada vez más atrevidas como ella y la molestan menos por las calles.

No le importa que los machos la juzguen, ella sabe cuáles ya están bien caladitos pues entre amigas todo se cuentan. Siente pena por sus mujeres, porque viven una mentira. En cambio, los niños y niñas de la cuadra la saludan con soltura. Su deseo más profundo es que ellos crezcan sin odio, no se conviertan en ejemplos de maldad y conserven su inocencia.

— ¡Que se la pasen brutal! y si alguno de ellos es como yo, que no tengan que aprender a mentir para encajar, que no mendiguen migajas de amor y sean aceptados por lo que son ¡A vivir sin culpas! Ese día, me convertiré en la tía que ampara a los ignorados, a los incomprendidos. Yo creo que a eso vine a este rincón del mundo, a abrir camino para otros — termina diciéndole a Carmen, ya emperifolladas para irse juntas de fiesta.

Rosa ha aprendido a hacer de la soledad una compañera. Agradece la aceptación de su madre y los pequeños placeres que se pueden permitir dentro de la pobreza que a veces las acompaña. Mientras tanto espera que su alma vieja, dentro de ese cuerpo de belleza poco ortodoxa, encuentre el amor que aún no llega. Es una Julieta esperando a su Romeo, pues a pesar de las desilusiones, es una enamorada del amor.

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