Cuentan quienes asistieron a ella, que la boda de Marisa y Alejandro fue hermosa, el evento del año. El papá de la novia tiró la casa por la ventana, no escatimó en gastos. La ceremonia religiosa se celebró en una catedral llena de flores con el fondo musical de violines, una soprano y un tenor, la recepción se llevo a cabo en una antigua hacienda ambientada exquisitamente, el menú a cuatro tiempos dejó satisfechos a todos, el grupo musical traído expresamente desde la Ciudad de México para amenizar la ocasión, los invitados bailaron, rieron, brindaron, gritaron y cantaron, el alcohol corrió: brandy, tequila, whisky y ron, no falto como en las bodas de Caná, hubo fuegos artificiales, banda, mariachi y trasnochado. Todos disfrutaron la fiesta, todos, excepto la novia.
Marisa deseaba alargar el tiempo, que la fiesta fuera interminable, cuando los invitados comenzaron a despedirse sintió un dolor en el estómago y unas inmensas ganas de llorar. No se quitaba de la cabeza la voz de su maestra en clase de Ciencias naturales cuando les dijo que dolía mucho perder la virginidad y que además salía sangre. Y ¿Sí no le salía? ¿Qué iba a pensar Alejandro? ¿Qué hacerse la difícil había sido puro cuento para atraparlo? La angustia la embargaba.
Después de doce horas, la fiesta terminó, los novios se trasladaron a uno de los mejores hoteles de la ciudad, Alejandro tan detallista y encantador mandó arreglar la mejor suite con flores, velas y hermosos detalles. Su ahora esposa se merecía eso y mucho más. Llegaron más cansados que entusiasmados por la noche de bodas. Alejandro la alzó en vuelo y cruzó el umbral de la puerta con ella en brazos, conmovida inspeccionó el lugar, descubrió cada sorpresa, cada detalle, parecía un sueño, de momento olvidó las palabras de su maestra, las recomendaciones de las monjas, el sermón de su mamá, el dolor, la sangre.
Corrió a abrazar a Alejandro, él susurraba palabras tiernas y tranquilizadoras, notaba el nerviosismo y la ansiedad que la invadía, se mostró comprensivo, complaciente, comenzó a desabrochar la larga tira de botones que resguardaban el cuerpo de su esposa dentro del vestido de novia. Ambos temblaban, ella de miedo, él de excitación. Por fin los dos se vieron desnudos, Marisa desviaba la mirada avergonzada, nunca había visto el cuerpo de Alejandro, ni de ningún otro hombre, nadie había visto su cuerpo tampoco, era algo que solo le pertenecía a ella, ahora lo compartiría con él, con su amor. Romantizó esa noche durante años, nunca imaginó lo frustrante y estresante que llegó a ser.
Lentamente se tendieron en la cama, él la cubrió de besos, caricias, algunas suaves otras firmes, ella se dejó hacer, no lograba relajarse, mucho menos excitarse, él abría despacio sus piernas, ella las cerraba rápidamente, la lucha siguió. Marisa no entendía porque esos besos y caricias que antes la enloquecían de placer ahora la torturaban, maldijo mil veces a su maestra, a las monjas, a su padre, su madre y a la sociedad entera, quienes la programaron para sufrir este momento, en lugar de disfrutarlo como tanto lo soñó y anheló.
Después de un rato que pareció eterno, se dieron por vencidos él no logró hacerse paso dentro de ella, se consolaron mutuamente diciendo que estaban cansados, que habían vivido muchas emociones en un solo día, que tenían muchas noches y días por delante para amarse.
Comenzó el viaje de luna de miel, Marisa veía como las horas del día pasaban rápidamente, pedía en su mente: “Qué no se haga de noche, qué no se haga de noche.” La noche llegaba, su esposo la besaba, ella sufría, no disfrutaba.
Era de madrugada, esa hora en que finaliza la oscuridad y la luz del sol aún no aparece, crea un efecto azul violeta, Alejandro comenzó a besar todo el cuerpo de Marisa, desde la punta de los pies hasta su cabello, pasando por el ombligo, los dedos de las manos, las orejas y los ojos, ella somnolienta quiso pararse a lavarse los dientes, él la detuvo, la recostó suavemente, siguió con su dulce tarea, receptiva tomó la cabeza de su esposo, lo besó, se sentía bien, conocido, cálido. Él aprovecho el momento, la aceptación, la ligera humedad entre las piernas de ella, se hizo camino, con firmeza y a la vez con suavidad entró, por fin eran uno solo. El dolor fue intenso, pero breve. Ella abrió los ojos, vio la silueta de su esposo encima de ella, a contraluz, se veía hermoso, se movía rítmicamente, no lento, tampoco rápido. De pronto sintió que él se estremecía, (inocentemente pensó que le había dado un calambre) después dijo cariñosamente:
—Te amo princesa.
—Yo también te amo— contestó ella
Él le dio un beso ligero en el hombro desnudo y se acostó a un lado, al poco rato estaba dormido. Marisa se sentía confundida ¿Qué había pasado? ¿Eso fue todo? ¿No había más?
A parte del dolor cuando él entro en ella, solo sintió movimientos mecánicos, fricción, nada más. Al menos salió sangre. ¡Qué alivio! Con ese pensamiento y con la esperanza de que la próxima vez sería mejor, se acurrucó a lado de su esposo.