Los Martínez de la Lagunilla

Pasé muchos domingos sentada en ese puesto con mis padres y sus amigos, era fascinante encontrar tantas cosas en un mismo sitio, desde muñecas antiguas, fotos sin dueños, tazas rotas y vueltas a pegar, monedas con un valor inimaginable, cigarros Camel traídos desde Egipto hasta comida de todo tipo, garnachas y crepas francesas.

—Te voy a pedir que no vuelvas a tocar nada— dijo Mónica como si le saliera lumbre de la boca. 

El niño había estado revisando las revistas de Comics durante 20 minutos hasta que rompió el Hombre Araña volumen 4.

—Nena, relájate. Su mamá está aquí enfrente comprando sombreros y ya sabes como son los niños, además tenemos 3 revistas iguales y recuerda que una de ellas no trae poster, así que lo podemos cambiar por esta y da igual.

Manuel era un hombre lleno de vida, pesaba más de 170 kilos y siempre estaba sentado en ese banco especial que había mandado hacer desde ya hace algunos años. Lo conocían en toda la Lagunilla además gracias a su voluminosa presencia lo habían contratado para salir en algunas películas setenteras, como si fuera fenómeno de circo.

Mónica era la menor de sus hijos. Siempre había estado al pendiente del bazar de la colonia Roma y de estar al frente todos los domingos del puesto reconocido por su colección de revistas antiguas y artículos de joyería originales.

Para mi, pasar unas cuantas horas los domingos con la familia Martínez era toda una aventura, podía vender, podía recorrer el tianguis cuantas veces quisiera, encontrarme con personajes de todo tipo. Rockeros, futbolistas, escritores, pintores, amigos de la escuela y algún ente raro punketo con los pelos erizados de colores.

—Manuel, te pido que no seas tan pinche benevolente, luego, luego la gente se pasa de lista y así se nos va acabando la mercancía. Tú siempre tan vale madre… 

Yolanda esposa de Manuel, era amiga y comadre de mi madre. Dicharacheras y jacarandosas las dos. Se conocieron en alguna fiesta de su juventud, viajaban juntas a Poza Rica y en algunas ocasiones hasta jugaron a ser casamenteras la una de la otra.

—Pero, ¿Cómo Yola? —con asombro y la voz rota preguntó mi mamá — ¿No pudieron hacer nada? ¿Cómo está Mónica?

—Ay güera, no sabes que difícil ha sido esto— Yolanda con la voz entrecortada replicó del otro lado del teléfono- Mi pequeña princesa, mi nieta, mi mayor alegría se fue.

Unos días antes en la familia Martínez había ocurrido un suceso trágico. Mónica había presenciado uno de los mayores dolores jamás pensados para una mamá joven, su bebé de un año falleció por un accidente. Tropezó en una cubeta con la que su mamá trapeaba, sólo había hecho una pausa para ir al baño creyendo que la bebé estaba dormida, cuando salió lo único que vio fue a su pequeño cuerpo sumergido, doblado en la cubeta. Como en un cuento de terror sacó el cuerpo sin saber que hacer más que llamar a la Cruz Roja. Los paramédicos llegaron solo para confirmar que su pequeña se había ahogado.

Fueron meses de distanciamiento, mis papás les dieron espacio para que ellos pudieran procesar su duelo. De vez en cuando mi mamá les llamaba para ver cómo iban y que podían hacer por ellos. 

Después como relojes reparados, todos estaban en su sitio de nuevo. Trabajaban de lunes a sábado en el Bazar de la calle de Puebla, frente a la parroquia de la Sagrada Familia y los domingos en la Lagunilla. Los vitrales de esa parroquia son un viaje neo gótico, cuando los íbamos a visitar siempre me escapaba unos momentos a disfrutar de ellos, del olor de la madera de las bancas; me imaginaba vestida de blanco en ese altar, aunque si lo hice en mis XV, no era la foto que me imaginaba.

—¿Dime qué es lo que quieres de regalo?— Manuel ya había sacado unas pulseras, unos guantes antiguos, aretes de oro filigrana y un par de sus colecciones de cigarros.

—Me llevo la pulsera de marfil y los 10 cigarros Camel de todo el mundo —brinqué de felicidad con ese regalo— Empezaba por fin una colección que cabe mencionar nunca continué, cómo si fuera poco el brazalete era una cosa rarísima, marfil engarzado en unas cunetas de oro que le daban un toque distinguido a mi muñeca.

La relación de amistad con mis papás siguió durante muchos años. Manuel partió en los años noventa, con enfermedades contraídas por su obesidad mórbida. Un infarto fulminante.

Yo empecé a faltar los domingos por tareas, la edad o porque me empezaron a interesar cosas diferentes. Años más tarde, mi mamá me llamó por teléfono.

—No encuentro las palabras, ni entiendo como puede ser que la vida de mi amiga haya terminado así. —Mi mamá lloraba, pero era un llanto diferente, ahogado en confusión y coraje. Eva, en un impulso de locura, porque no puedo llamarlo de otra manera —su voz se quebraba— ha llevado sin control de sus impulsos, a mi comadre a morir de la peor manera. 

—Mami, calma. No te entiendo lo que me dices. — Traté de calmarla. 

—Hija, es que no sé ni como poder decirlo. Eva mató a Yolanda.

Mi mamá había logrado decirme la noticia, Eva quien adoraba a su mamá y que siempre había sido la hija menor al cuidado de ella al 100 por ciento desde la partida de Manuel, se convirtió en parricida por un ataque de esquizofrenia nunca atendida. Durante meses había creído ver a su papá, escuchar voces que le decían que su mamá tenía algo en contra de ella y que tenía que matarla. 10 cuchilladas. Una muerte agonizante. Una madre que veía como su hija le quitaba el último respiro de vida. Una madre que seguro la perdono antes de morir.

Lo último que supimos de ellas es que Mónica hizo todo para sacar a Eva de la cárcel, bajo un tratamiento psiquiátrico la dejaron libre unos años más tarde. Mi mamá nunca quiso volver a llamarles. Para ella su amiga había ido a encontrarse con Manuel en un viaje a la Lagunilla.

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