He visto cientos de veces la escena de Ghost —mi película favorita— en donde Demi Moore y Patrick Swayze juegan con el barro y terminan haciendo el amor. «Unchained Melody» suena una y otra vez en mi cabeza. Trato de encontrar el momento exacto en que sus labios hacen contacto; observo con atención cómo el borde superior atrapa el inferior para después contraerse y separarse con pausas precisas como en un baile ensayado.
¿Cuántos músculos faciales intervienen en el proceso? ¿Cuánta saliva hay de por medio? No hablemos de los gérmenes, bacterias y microorganismos que comparten el acto.
Dejo el televisor, miro el reloj —ya casi es la hora de nuestra cita.
Voy al cuarto de baño, me miro en el espejo. Con los dedos acaricio mis labios: mido su tamaño y grosor. ¿Serán suficientes para un beso? Me acerco con sigilo y atrapo en un sobresalto a mi reflejo. Pego mis labios a los suyos, intento movimientos cálidos, pero mi lengua choca con la frialdad del cristal.
Tocan el timbre. Es él.
Mis manos sudan; mi cuerpo, también. Tal vez debo inventar una excusa para cancelar nuestra cita.
Los nervios me traicionan; mi inocencia se delata. ¿Descubrirá que es mi primera vez?
Tomo valor. Respiro profundo.
Abro la puerta. Le miro tan varonil, increíblemente apuesto.
Mi olfato detecta la loción que me vuelve loca.
Me sonríe; yo también. Intento articular un saludo, pero no puedo. Él descubre mi inquietud y en un instante de distracción pega sus labios a los míos. ¡Hay una explosión de oxitocina y endorfinas en todo mi cuerpo! Cierro los ojos y descubro el punto de equilibrio entre dos que se gustan. No hay teoría ni práctica necesaria. ¡Nuestro complejo universo químico funciona perfecto!
«Unchained Melody» suena una y otra vez en mi cabeza.