A raíz de la pandemia —y en un acto de precaución y apoyo— cada tercer día recojo a Fidela en su casa. Ella trabaja con nosotros desde hace varios años.
Vive en Duarte, una pequeña comunidad a 17 kilómetros al este de la ciudad. Es un camino angosto de dos sentidos, bordeado por mezquites, pirules y nopales. A simple vista no hay ningún atractivo particular.
La primera vez que fui por ella me pareció un territorio polvoso y desolado.
A la entrada hay un letrero de lámina que dice 6255 habitantes. Le pregunto a Fidela que en donde está toda esa gente, porque me parece un sitio vacío, con poca vida. Me comenta que muchos se han ido a trabajar al otro lado. Me dice también que es el sueño de todos los niños del pueblo.
En mi segundo viaje divisé las montañas con curvas suaves como en los dibujos de los niños de primaria. Hay una zona anaranjada que sobresale del paisaje, se llama Las Coloradas. Muy cerca está la presa de Otates. Allí se pone muy lindo cuando llueve, pero hay que tener cuidado con el agua —que parece tranquila— porque ya van varios que se ahogan por confiados.
Antes de llegar a la comunidad hay una desviación que dice Loza de los Padres. Recién escuché que hace muchos años era una hacienda jesuita, de allí su nombre.
A lo lejos se ven las fumarolas de las ladrilleras.
—En ese lugar todos sufren de tos —susurra Fidela.
La tercera ocasión fui a Duarte muy temprano. El sol era de un tamaño colosal —abarcaba el ancho de la carretera—, vestía un rojo intenso como el del carbón al final del fuego. No sé si era un efecto atmosférico o si obedecía a la longitud, a la dispersión de la luz o a la refracción de las ondas, pero nunca antes había visto un amanecer tan hermoso. Entonces recordé que ese camino lleva al este, justo por donde siempre se despierta el astro solar.
He ido muchas veces más a casa de Fidela. Tardé varios kilómetros en descubrir la belleza del paisaje.
Hoy voy con los ojos bien abiertos. Dispuesta a dejarme sorprender por los espejismos del polvo y la desolación.