El invierno ha avanzado. Estoy desnudo, solo y siento mucho frío. El aire sopla fuertemente, hiela cada parte de mí, haciéndome sentir vulnerable, desprotegido y abandonado. No me gusta sentirme así. Al menos los pequeños capullos que cuelgan de algunas de mis ramas me hacen compañía, pero están igual que yo, a merced de la intemperie. A veces los veo moverse con tanta agitación debido al viento que temo que caigan al suelo y no puedan continuar su proceso natural. Trato de sostenerlos con todas mis fuerzas, pero la mayor parte del tiempo me siento débil. Hasta hace unos meses yo estaba lleno de hojas, pero ahora no tengo nada que ofrecerles. No puedo darles cobijo; aun así, se aferran a mí, pues su vida depende de ello.
Mi posición privilegiada en el jardín me hace testigo de la vida familiar — los conozco tan bien que se sorprenderían. Conozco sus emociones, sentimientos, ilusiones, miedos, frustraciones, deseos, culpas y sus secretos mejor guardados. Sus risas reconfortan mi alma porque —aunque lo duden— sí la tengo. Si no fuera así, ¿cómo es que siento las emociones de las personas?
Conforme el sol calienta y el aire se vuelve más cálido, empiezo a observar grandes cambios. Lo primero que percibo es un aroma dulce, que por las noches me embriaga. Mis vecinos el naranjo y la lima ven brotar sus primeras flores, regalándome su perfume. Los pájaros cantan y revolotean alrededor de mis ramas, que comienzan a florecer. ¿Recuerdan los capullos? Esta mañana cálida, mientras el sol se filtra por mis ramas, siento que los capullos se rompen poco a poco. ¡El momento ha llegado! Las mariposas han salido hermosas y victoriosas a regalarme color y alegría con su aleteo. La primavera es mi estación favorita, pues surge nueva vida. Una oportunidad de renacer, de comenzar de nuevo.
El amor —ese sentimiento tan anhelado— se hace presente en mí. La familia me cuida, recorta mis ramas, remueve la tierra, me cuida de plagas, me riega y ahuyenta las urracas que me molestan. La madre me susurra que soy el árbol más hermoso del jardín, y además su favorito. ¿Cómo puedo corresponder a su amor y cuidados? ¿Cómo agradecer al sol, a la tierra y al agua, que me ayudan a vivir?
Cada día hace más calor y la lluvia no llega. Mis flores han desaparecido por completo, regalándome frutos que a diario crecen y adquieren un color amarillo. Tan inútil que me sentí en invierno y ahora estoy lleno de frutos —no soy estéril, como pensaba. La vida brota de mis ramas y me da la oportunidad de ofrecer algo a la familia a cambio de sus cuidados y su amor.
El inicio del verano es la temporada con mayor actividad, pues mis frutos están listos para cosecharse. La familia grita: «¡Ya hay duraznos! ¡Traigan las cubetas!». Y así comienza todo: cubetas y más cubetas se llenan con mis preciosos y jugosos duraznos. El menor de la familia sube hasta mi copa para tomarlos. La familia entera los disfruta. Escuché al padre decir que este año les di cien kilos. ¡Cien kilos! Es mi mayor satisfacción. Mi familia es generosa: nunca han querido venderlos ni la mermelada que preparan con ellos. Por eso los recompenso con tantos.
Me encanta verlos felices y que convivan y compartan con sus seres queridos. Mis noches favoritas del verano son aquellas en que alrededor de una fogata platican y cantan; a veces ríen, pero también lloran. Eso es lo hermoso de la vida: vivir todo tipo de momentos.
Me siento cansado y muy sediento; ya cosecharon todos mis frutos. Sin embargo, todavía queda mucho verano por delante. Veo que las nubes empiezan a acumularse: la lluvia se acerca. Es de noche y las primeras gotas de la temporada caen sobre mí. El agua me lava, me refuerza y me renueva.
Nunca entendí la expresión «Llegar al otoño de la vida». El otoño es una estación muy particular, con mucho viento que tira mis hojas —no logro acostumbrarme, siento que la vida se me va con cada una—; aunque cada año regresan —como mis flores y duraznos—, me cuesta soltar, dejar ir. Sé que es parte de la vida renovarse, dar paso a algo nuevo, soltar para recibir.
Los años pasan y el ciclo se repite: florecer, dar frutos, desprenderme de mis hojas, pasar frío, albergar capullos. Una y otra vez la familia cambia. Lo veo cada día: los niños crecen, los adultos envejecen, la muerte llega y también nueva vida.
Mi sombra, mis flores y duraznos serán parte de la vida. No soy eterno, pero sí testigo del tiempo. Y mientras haya alguien que me cuide con amor, seguiré regalando duraznos.