Son las cinco de la tarde.
¡Cuánta lluvia! ¡Qué tormenta! ¡Qué manera de empezar la semana!
David me pide permiso para salir a jugar futbol con sus amigos. ¿Cómo se lo niego? Perdió tanto con la pandemia, la escuela, la convivencia diaria con sus amigos, además se la pasa pegado a la tableta y a la televisión. ¡Qué salga a moverse, a jugar y a hacer un poco de ejercicio, que buena falta le hace! Al menos ya dejo de llover.
Aprovecho la tranquilidad y el silencio pues me he quedado sola, recojo la cocina, lavo los trastes y estoy a punto de comenzar a planchar la ropa, cuando escucho gritos que vienen de la calle, son los amigos de David.
—¡David se cayó al río!
—¡Se lo llevó el río!
—¡Estábamos jugando, quiso bajar por el balón y se resbaló!
Mi mente no entiende ninguna palabra. ¿De qué me hablan? ¿Quién se cayó al río? ¿Cuál río? ¿David?
¡David se cayó al río!
Por fin reacciono, corro por mi celular marco el 911 y reporto lo sucedido:
—¡Mi hijo! ¡David! ¡David se cayó al río!
—¡Sí!, sí, el arroyo Los Naranjos, la colonia Arboledas , si, Boulevard Trébol esquina con calle Árbol de Pino.
Corro hacia el río y no veo nada. El agua ruge furiosa e implacable, mi mente da vueltas, me imagino lo peor. Los vecinos se acercan y comienzan a juntarse a mi alrededor, siento que me desmayó, que mis ojos se cierran, debo mantenerme alerta. A lo lejos, como en un sueño, escucho las sirenas de los bomberos y los cuerpos de emergencia, pasan de las 6 de la tarde, pronto va a oscurecer. Y ¿si no lo encuentran?
La búsqueda comienza, hay mucho movimiento, muchas personas, no las reconozco, supongo que mi esposo ya llegó, que mi mamá está aquí, pero no los veo, todo es borroso.
Ya es de noche. Me avisan que la búsqueda se ha suspendido. Quiero salir a buscarlo, mi esposo me detiene, pues no hay manera de ver nada, es inútil buscarlo de momento. Me siento cansada, no quiero dormir. Necesito estar despierta, por si llegan con David. Prendo una veladora, le ruego a la virgen María que encuentren a mi hijo, que esté bien, que no se…
Alguien me pide que abra la boca, obedezco automáticamente, meten algo. ¿Una pastilla?
Tomo agua, de pronto, no veo nada.
Silencio.
Me despierta el timbre del celular, son las 8 de la mañana, una voz me avisa que la búsqueda se ha reanudado. Mi esperanza crece, David entrará por la puerta mojado, muerto de frío y con hambre.
Me levantó a hacer sopa. Mi mamá me detiene. No entiende que David va a llegar en cualquier momento y va a tener mucha hambre. Me zafó de su brazo y empiezo a prepar la sopa, aprovecho y empanizo unas milanesas, es la comida favorita de David.
Cuando termino de cocinar, preparo unas toallas y ropa limpia, reviso que el calentador esté prendido pues tiene que meterse a bañar inmediatamente, no quiero que se enferme.
Son las 11 de la mañana, David no llega, cada minuto se alarga lentamente. Me acerco nuevamente a la imagen de la Virgen, me siento frente a ella, la miro fijamente y me pongo a llorar.
Suena mi celular, no tengo fuerzas para alcanzarlo, mi esposo corre a contestar, escucho un grito desgarrador. ¿Es mi marido? ¿Está gritando? ¿Qué está pasando? Veo el reloj en la pared, son las dos de la tarde.
De pronto lo entiendo todo.
David se fue, se lo llevó el río.
Lejos. Muy lejos de mí. Me dicen que lo encontraron en la cortina de una presa en San Pancho. Pero no. Se lo llevó más lejos. A un lugar en donde no puedo alcanzarlo. Donde mis manos no pueden tocarlo y mis ojos no pueden verlo. Donde no escucho su voz. Ni su risa.
Se lo llevó más allá del río.
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