Amigas

En los años setenta por el trabajo de mi padre nos mudamos a Ciudad Obregón, Sonora. Un lugar ubicado en la región del Valle del Yaqui.

Viajamos en tren desde la capital del país. Cruzar de un vagón a otro era una verdadera prueba de equilibrio. Disfruté    del paisaje que veía por la ventanilla como si fuera una película de permanencia voluntaria, pero lo mejor fue pasar la noche en el compartimento con literas cuya única división  era una pesada cortina de terciopelo. El  roce de las ruedas con las vías de acero era el arrullo perfecto para dormir sin reparo.

Nunca había viajado tan lejos.

Al llegar a la estación nos recibió una explosión de calor, al cual me acostumbré en poco tiempo, bastó un short y pies descalzos para apaciguar la asfixia de los cuarenta grados centígrados.

Uno de mis recuerdos más nítidos de esa época fue la escuela primaria “Carlos M. Calleja”. Era enorme, con patios de tierra, techos muy altos con ventiladores ruidosos. El piso olía ligeramente a petróleo pues con unos pesados trapeadores de hilo de algodón los niños teníamos que limpiar el aula antes del toque de salida.

Siempre fui calladita, bien portada y estudiosa. Si la maestra no hubiera tenido la costumbre de pasar lista a diario tal vez ni yo misma me hubiera dado cuenta de mi presencia. Mis compañeros en cambio eran escandalosos, revoltosos, latosos y todos los “osos” del diccionario. 

Entonces conocí a Luly. Ella era  lo contrario a mí.

Alegre, chistosa y muy valiente. Mantenía a raya a cualquier plebe que quisiera pasarse de listo. Era la única niña en el salón que usaba pantalón de mezclilla en lugar de la falda azul del uniforme. Eso me parecía un acto de  gran rebeldía.

La recuerdo en mis cumpleaños, en el parque de diversiones, en el recreo, jugando en la calle y bajando a toda velocidad por el tobogán más alto y peligroso del planeta. Nos volvimos inseparables.

Éramos felices con muy poco. Vivimos veranos memorables que se quedaron grabados en mi corazón de niña.

Había encontrado a mi primera amiga de la vida.  Todavía no sabía la importancia de ese afecto.

Después de unos años mi familia volvió al Distrito Federal.  Muy a mi pesar, no pude culminar mis estudios de primaria en ese patio polvoso de juegos.

Continuamos nuestra amistad  por carta,  con esa letra chueca y desarticulada que no obedece a la cuadrícula nos mantuvimos al tanto de nuestra pequeña existencia.

Aún las conservo.  Son mi tesoro.

Con el pasar del tiempo nos perdimos. Anduvimos desbalagadas por cuarenta años. 

En cierta ocasión encontré sus cartas y tuve la inquietud de buscarla. Recurrí a las redes sociales. ¡Para mi sorpresa ambas vivíamos en la misma ciudad! Al igual que yo y por motivos de trabajo nuestras familias radicaban en el Bajío. 

En una sincronía perfecta había reencontrado a mi  querida compañera de recreo de la infancia.

Nos abrazamos como niñas, con esa alegría que no se pierde a pesar de los años. Nos pusimos al día en una charla tan amena y sencilla como si nos hubiésemos visto ayer.

“Fuiste mi primer gran pérdida” – Me confesó.

Hasta ese momento pude darme cuenta de la nostalgia que vivió  Luly en  quinto de primaria al marcharme de la ciudad. Nunca sabemos la huella que vamos dejando con las despedidas.

“Me hiciste falta” – Le contesté.

Nunca tuve otra amiga valiente que mantuviera a raya a la plebe cuando se pasaban de listos conmigo.

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