Bitácora de viaje: recuerdo que…

Recuerdo que quedé ciega por un instante. La luz blanca de los relámpagos que caían sobre las alas del avión llenó todo el espacio. La sentí hasta en los vellos de la piel al erizarse. Quise creer que era el cansancio el que me tenía al borde, pues venía de madrugada a madrugada transitando en aeropuertos —por amenazas de tornado— desde Quebec hasta León. De nada sirvió la espera, al final el piloto no pudo evitar la tormenta, sumergiéndonos entre las nubes nocturnas que convirtieron al avión en un pequeño pájaro que subía y bajaba al antojo del viento. Caídas repentinas, alas que perdían su eje de ciento ochenta grados, crujidos metálicos, luces parpadeantes. Éramos pocos pasajeros, pero a mi lado un ángel me contaba su vida de paisano en Chicago para tranquilizarme. Cuando vi a las aeromozas con ojos cerrados, emitiendo pequeños gritos, me entregué al pánico. Escuché llantos, maldiciones y oraciones hasta que aterrizamos a las tres de la mañana. Ahora, cada vez que vuelo, mi cuerpo recuerda el miedo tatuado en la amígdala.

Recuerdo San Petersburgo. Nos disponíamos a salir del hotel rumbo a Berlín. Mi papá me envió de regreso a su cuarto porque había olvidado dos botellas de tinto. Al acercarme a la puerta vi a la camarista abrazando una botella mientras alegre admiraba la otra. Al verme, su sonrisa desapareció y supe que me preguntaba si eran mías. Le dije que eran un regalo para ella, que yo venía al baño. Me sonrió, se dio la vuelta y juro que la vi levitar del piso. Eran tiempos duros, la gente se moría de hambre apenas caído el régimen comunista. Dos botellas de vino eran un tesoro.

Recuerdo estar sentada en la playa viendo olas gigantescas, olas para surfear, cuando tenía doce años. Sin aviso previo, un gran tronco surfeó hacia la playa golpeando a mi mamá en las piernas, tirándola para que el mar la jalara hacia dentro. Mi memoria se hace bruma, no sé cómo salió del mar, si mi papá corrió a sacarla o si ella pudo sola. Entendí que mi existencia podría haber cambiado en ese momento.

Recuerdo retroceder en el tiempo, una escena de película antigua. Los pasos de mi hijo de cinco años retumbaban sobre el bello piso de madera, producto de unas pesadas botas impermeables. Mientras caminábamos hacia el salón de los grandes ventanales con vista a Central Park a desayunar, escuché un “pom pom pom pom pom” que repiqueteaba junto a los pasos de dinosaurio de Diego. Encontré la fuente del acompañamiento musical en una antigua señora con arrugas amables que se ocupaba del guardarropa, un vestigio de la época de oro de ese hotel que hoy es completamente otro. “No la había visto ¿cuánto lleva aquí?” le pregunté. “Una vida entera” me contestó ella.

Recuerdo los infinitos encargos de mi madre. Especialista en pedir las cosas más extrañas a sus hijos al viajar. Como diez kilos de estaño que cargué un mes por toda Europa, pues los compré en la primera escala. Fue un desafío encontrar la tienda entre las calles de Madrid con un mapa en mano. Fue peor aún cargar el tesoro metálico con cuidado, en esa época cuando las maletas no tenían llantitas y subir y bajar de trenes con ellas era una tarea insufrible. Mi madre estaba en su exploración artística de los íconos rusos. Que ni me pregunté si la quiero, el dolor de mis brazos y espalda demostró que con todo el corazón.

Recuerdo tantas cosas, que poco a poco llenaré páginas y más páginas de mi bitácora de viaje.

Foto de Dariusz Sankowski en Unsplash

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