Mis ojos se abrieron antes de sonar la alarma, las tareas domésticas de rutina dominical me tenían inquieta.
Necesitaba darme prisa para llegar al taller de escritura en la Feria del libro, así que preparé huevos revueltos con chorizo para que su aroma escandaloso despierte a los hombres de casa. Prendí la licuadora a propósito para romper la siesta de los que aún no cayeron en la trampa de la grasa de cerdo en el aire. Y lo logré, en un santiamén la familia estaba en la mesa.
Todo iba según mi plan. Tenía los minutos necesarios para llegar puntual, pero se fue la luz y con ella el agua. El apagón estuvo a punto de boicotear mi intención de llegar a tiempo. Decidí salir a “oscuras” es decir sin bañarme. Nadie en el taller de escritura lo notaría a menos de que yo lo confesara.
Llegué al estacionamiento rayando el mediodía, abochornada por un sol inclemente y un sudor indiscreto.
El lugar estaba repleto, ningún cajón amigable; sin espacio para la prisa.
Fui la última en llegar. Entré sigilosamente. Casi de puntillas, casi invisible.
La conferencia tenía varios minutos de haber empezado.
¿Qué me perdí?
Siempre se extravía el presente por llegar después.