Querida Martha:
Tu prima Elisa me enseñó a usar el correo electrónico, me dice que es más rápido que mandarte una carta. En relación a la petición que me hiciste, te contaré lo que recuerdo. Deberás tener paciencia pues soy vieja y mi memoria cada día es más pobre, por lo que empezaré por un funeral, tú estuviste ahí, lloraste conmigo y me abrazaste. Recuerdo que tu cabello olía a fresas, me pareció extraño percibir ese aroma tan alegre en un ambiente tan triste.
El día que murió mi Felipe, fue el día más oscuro y frío. Por un momento me sentí suspendida en el tiempo, veía todo en cámara lenta como si fuera ajeno a mí. Como un sueño, mejor dicho como una pesadilla. Tu abuelo fue el amor de mi vida. No quiero llenarte de palabras que describan su perfección, porque no existió tal. Era un hombre común, eso sí, con una capacidad de amar extraordinaria, tú lo amaste, él te amo, nos amó a todos.
Su muerte tan repentina nos sorprendió, recuerdo la última semana de su vida, siguió con su rutina hasta el final, le daba seguridad, decía. Me pareció increíble que muriera justo un domingo cuando todos estábamos reunidos en casa, parecía que estaba esperando el momento de tenernos en el mismo lugar. Tenía gripa, un poco de tos, después un infarto fulminante. No dejó de amarme ni yo de amarlo, a nuestro modo, como los ancianos que somos, que fuimos, que fue, que soy.
Me estoy desviando, me pediste que te platicara como nos conocimos.
Nuestro amor fue prohibido, por ser tan apasionado para aquellos tiempos. ¡Un escándalo! Fui la comidilla y el tema de conversación durante una buena temporada, las señoritas del pueblo (señoritas viejas por pendejas) me crucificaron, esto me lo dijo mi hermana en una carta. Pero eso fue después, cuando tu abuelo y yo por fin estuvimos juntos. Tenme paciencia.
La primera vez que lo vi estaba platicando afuera de la tienda de Trini con sus amigos alrededor de su camión Ford, con su sombrero, se veía tan catrín, acababa de llegar al pueblo. Yo era apenas una chiquilla quinceañera, ni me volteó a ver. Investigué con mi primo Rutilio.
—¿Quién es el muchacho del Ford?
—¿Cuál Ford? —Me miró intrigado.
—El camión Ford rojo, usa un sombrero gris.
—¡Ah! Felipe Quintero. Bueno y a ti mocosa ¿Qué te importa? ¿Por qué preguntas por él?
—Por que me gusta—respondí desafiante.
—Ni se te ocurra andar de buscona, además ni te va a hacer caso. Felipe viene de Querétaro, acaba de terminar la universidad. Va a trabajar como agrónomo en el rancho Las camelinas con Don Jesús y va a vivir una temporada en su casa. ¿Crees que te va a voltear a ver teniendo enfrente a Melita Trejo?
La tal Melita me caía gorda, se sentía parida por ángeles, aunque reconozco que era una belleza, con sus ojos color miel, su cabello peinado siempre en perfectos bucles, su mamá nunca la dejó jugar afuera, decía que se iba a poner prieta como los campesinos (Daniela tu prima diría que era racista y clasista) cuando llegaba a salir al rayo del sol usaba un sombrero de paja con una cinta lila y además una sombrilla, su piel era clara, sus labios rosados en forma de corazón evocaban un beso deseado por muchos, sus brazos estaban cubiertos con un tupido vello güerito que a la luz simulaba un trigal al atardecer. Así de hermosa era Melita. Además de ser modosita, obediente y educada, llegaba con su voz chiquiada a la mercería de mi mamá pidiendo listones y encajes. Era mayor que yo, tenía 19 años.
No te hablaría de Melita, si no fuera porque es importante en esta historia.
Tu abuelo, comenzó a trabajar en Las camelinas, supervisaba la siembra, hablaba con el capataz, revisaba las semillas, evaluaba la tierra y el riego, siempre se tomó muy en serio su trabajo, era como ahora dicen: todo un profesional. Yo lo veía a lo lejos cuando regresaba de la escuela, estaba por terminar la secundaria, por fin sería libre, mi papá no quería mandarme a Querétaro para que siguiera mis estudios, la verdad yo tampoco quería ir, me gustaba el campo, sentir el aire y el sol en mi cara, no deseaba pasar otros tantos años encerrada en una escuela. Cuando realmente podía verlo, admirar su guapura y escuchar su voz era por las tardes, se reunía con otros muchachos afuera de la tienda de Trini, en el momento en que conocí su rutina vespertina, empecé a inventarme mandados. Mi primo Rutilio casi siempre era parte de ese corrillo, aunque no lo reconocía también estaba encandilado por Felipe.
Una tarde llegué con Rutilio a darle un recado falso de parte de mi hermano, él movió las manos fuertemente, como si yo fuera una mosca molesta a la que estaba espantando.
—¡Vete de aquí Meche! ¡Te queda re bien el nombre! Meche, por metiche— soltó la carcajada con su propia ocurrencia el muy lucido.
—¡No me voy! Hasta que escuches el recado que te manda Nacho, si no te lo doy me va a regañar.
—Rutilio ¿Quién es esta niña? Me cae bien por bravucona — dijo Felipe con una risa burlona.
—Esta es Meche mi prima, su papá es Don Julio el de los toros ¡Anda, ya vete Meche! Dile a Nacho que lo veo mañana.
—Adiós Mechitas—me dijo Felipe con voz melosa y me eché a correr.
Viví una transformación: me bañaba diario, tallaba mis rodillas y codos con el zacate tan fuerte que por poco me sacaba sangre, me ponía crema de concha nácar para blanquear mi cara, dejé de jugar a las cánicas y de correr como chiva loca, comencé a comer con bocados pequeños y evitaba hablar con la boca llena. Mamá pensó que era cosa de la edad, que por fin estaba sentando cabeza y me convertiría en una señorita.
Todas las tardes me encaminaba a la tienda de Trini oliendo a jabón Zote y mi cara brillosa por la crema, Felipe comenzó a bromear conmigo, me trataba como una hermana pequeña, mmm…. mejor dicho como una mascota, como a un animalito curioso con el que te encariñas, juegas un rato y dejas después.
Una noche muy calurosa, aproveché que mi hermana Maty se quedó a dormir en casa de mi tía Chela, comencé a explorar mi cuerpo, primero toque delicadamente mi brazo, pase a la cara interna del codo, sentí cosquillas, pasé a mi abdomen, marqué ligeros círculos alrededor de mi ombligo, mi respiración comenzó a agitarse, el pulso a acelerarse, cerré mis ojos y pensé en Felipe, en su nariz un poco chueca, su frente amplia, su mentón cuadrado, sus labios delgados, sus manos bronceadas, imaginaba que esas manos me tocaban, que sus dedos eran los que hacían círculos alrededor de mi ombligo, que bajaban y se abrían paso a través de mi ropa interior de niña, sentí humedad, mi mano llegó ahí, a ese lugar tan mío y prohibido. Me acaricié primero lento, después rápido, sudaba mucho, me sentía agitada como aquella vez que los perros de Don Eulalio me corretearon, a la vez la sensación era diferente, de mi interior surgió una explosión, grité. Mi mamá a lo lejos me pregunto: ¿Estás bien Meche? ¡Sí mamá, fue una pesadilla! Respondí aún con la estela de placer invadiendo todo mi cuerpo.
Desde esa noche Felipe se me metió en la mente, el corazón, sobretodo en el cuerpo, quería que él me hiciera las cosas que me hice, por más que me esforzaba, de las vueltas que cada tarde daba con Trini, de los listones que me amarraba en el cabello y de la concha nácar, Felipe me veía como niña.
Pasaba el tiempo entre ensoñaciones y caricias prohibidas, no me importaba si Maty estaba en la otra cama, me preguntaba: Meche ¿qué te pasa? Inventaba diferentes respuestas desde pesadillas, sustos, o inicios de asma (esto último se lo escuché a Doña Licha una vez que vino a platicar con mi mamá de su hijo Toño). Le recomendaba no decirle nada a mi mamá para no preocuparla.
Un domingo, en misa vi a Felipe del brazo de Melita, nunca lo vi antes, me parecía ajeno a ese lugar lleno de veladoras y santos, cuando dijeron las amonestaciones entendí todo. Se iban a casar.
Salí de la iglesia, mi mamá me siguió para ver que me pasaba, alegué sofoco, me fui a la casa, ahí, en la soledad y ausencia del bullicio familiar lloré lo que me pareció eran todas mis lágrimas, la cara me quedó marcada con surcos blancos, los ojos se hincharon, para no tener que dar explicaciones, me metí en la cama, cuando llegó mi familia, les dije que algo me había caído mal, que necesitaba descansar. Me dejaron en paz, con mi duelo.
No estuve presente el día de la boda, no quise escuchar las campanas al vuelo, ni por la calle los pormenores del evento, le pedí a mi mamá que me mandara a casa de mi tía Adela que vivía en otro pueblo. Mi tío Tránsito tenía toros como mi papá y también vacas, lo ayudaba todas las mañanas a revisar aquellas que estaban preñadas, a los terneros, lo asistí en varios alumbramientos, en una ocasión tuve que meter la mano por el ano de la vaca para acomodar a la cría. ¡Fue impresionante! Duré una buena temporada con mis tíos, olvidé mi pena, agarré de nuevo color, decidí que quería ser veterinaria, a mis tíos (muy modernos para esos tiempos) les pareció una excelente idea, prometieron hablar con mis papás, en caso de que no estuvieran de acuerdo.
Regresé a mi casa entusiasmada con mi proyecto, mi mamá dudó.
—¿Cómo una jovencita va a estudiar veterinaria y va a andar entre toros y vacas?
—Mujer, desde niña anduvo entre toros y vacas— respondió mi papá.
—Pero, tú no querías estudiar Meche— dijo mi madre.
—Pues ya quiero— dije por toda respuesta.
Después de varias negociaciones, promesas y recomendaciones, partí hacia Querétaro a estudiar la prepa.
Mis años de estudio pasaron entre libros, exámenes y risas. No volví a enamorarme, Felipe seguía ahí, metido en mi ser. Me distraía con la vida, pero ahí estaba. No se iba, nunca se fue, ni ayer, ni ahora.
En vacaciones regresaba a mi pueblo, evitaba la tienda de Trini y pasar por Las camelinas.
Cuando volví definitivamente después de siete años me enteré que Felipe y Melita no tenían hijos, que vivían en un cuarto muy lujoso en casa de sus suegros, que Melita lloraba su esterilidad de día y noche, y que Felipe se enfrascaba tanto en su trabajo que Las camelinas se convirtió en el rancho más próspero e importante de la región. ¡Que ironía! La desgracia de Melita fue el éxito de su esposo y fortuna de su padre.
Comencé a trabajar en el rancho con mi papá, no solo me encargaba de salvaguardar la salud del ganado, estudiaba la posibilidad de introducir la novedosa inseminación artificial, estábamos en los años sesenta.
Una noche durante la cena, mi papá me anunció que después de merendar iría a recogerme el capataz de Las camelinas, pues tenían una yegua preñada al parecer con el potrillo atravesado, había ofrecido mis servicios a Don Jesús. Acepté dudosa pues sabía que probablemente vería a Felipe, no sabía si estaba lista para eso, como no pude externar mi inquietud, salí a preparar lo necesario para ir a auxiliar a la pobre yegua.
Llegué a la caballerizas, me esperaba un Don Jesús que apenas reconocí, ya estaba viejo. Me dio un fuerte apretón de manos y me abrazó como a una hija, cosa extraña pues nunca fui cercana a su familia, los viejos nos volvemos sensibleros. Me encaminó hacia donde estaba la yegua echada y revolcándose de dolor, sus gemidos eran insoportables. Posé mi mano en su vientre, evalué la situación, con la ayuda de un caballerango hicimos las maniobras necesarias para acomodar a la cría, después de varias horas la yegua dio a luz a un hermoso potrillo color ladrillo. ¡Siempre me ha impresionado como los potrillos y las terneras caminan al nacer! Los seres humanos nacemos inútiles e indefensos.
Comenzaba a amanecer cuando salí de las caballerizas, a contraluz del sol ví una silueta alta y fornida, era Felipe, mis piernas comenzaron a temblar como las del potrillo que acababa de dejar a lado de su madre. Me echó el revisón de arriba abajo, me sonrió de una manera extraña. Lo saludé agitando la mano.
—Felipe, buenos días.
—Buenos días, señorita.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Meche, la prima de Rutilio.
—¿Meche? ¡Ah! ¡Mechitas! ¡Qué gustó verte! ¿Eres el veterinario que vino a noche por lo de la yegua?
—Sí, esa mera.
—¡Qué extraño ver una mujer veterinaria! Y que sorpresa que sea Mechitas. Entonces ¿regresaste a San Miguel?
—Sí, llevo aquí un par de meses, le ayudo a mi papá con el ganado ¿Sabes en dónde está el capataz? Él me va a llevar a mi casa.
—Parece que soy tu rite, Melesio tuvo que ir a resolver un problema con los jornaleros, en este rancho nunca faltan los problemas.
—¡Ah! Pues muy bien… me llevas entonces, por favor. Estoy muy cansada.
—¡Fuímonos! La camioneta está aquí adelante.
Era una camioneta último modelo, le pregunté por el Ford rojo, me dijo, que lo vendió poco antes de casarse con Melita, don Jesús siempre tan generoso le regaló una camioneta nueva, ésta era ya el tercer cambio de aquel regalo de bodas.
Durante el trayecto nos pusimos rápidamente al corriente, mejor dicho, lo puse al corriente de mi vida, mis estudios, la vida en Querétaro, el trabajo en el rancho, él me escuchó con interés, cuando terminé de hablar me preguntó.
—¿Y el novio?
—¿Cuál novio? No tengo.
—¿Cómo?
—Estuve muy ocupada estudiando, mis papás me amenzaron que si no sacaba buenas calificaciones me regresaban al pueblo, no podía darme el lujo de distraerme y perder el tiempo con noviecitos.
—Pero, ya no estás estudiando.
—Pues la verdad no pienso en eso ¿Cómo está Melita?
—Bien— dijo por toda respuesta.
—Qué bueno, me la saludas, a ver si se acuerda de mí, le dices que soy Meche la hija de Doña Amalia, la de la mercería, siempre iba a comprar listones.
—De tu parte. Ya llegamos Mechitas, me dio mucho gusto verte.
—Igualmente, gracias por el rite.
—¡Ahí nos vemos!
Arrancó la camioneta, me quedé con el corazón acelerado, tosí por el polvo del camino y me metí a casa a tratar descansar.
Cada noche después de ese día, maldije una y otra vez a Felipe, por venir a ponerme la vida, las emociones y el deseo patas pa´rriba. Volví a mi ritual de toqueteo nocturno, mi hermana ya estaba casada, mi mamá gozaba del sueño profundo que da el no tener hijos pequeños. Felipe se aparecía en mi mente, lo deseaba con más intensidad que en mis años adolescentes, me decía que era imposible, que aunque ahora era mayor y guapa, él estaba casado, “el matrimonio es sagrado”, decía mi madre.
Pasaron los meses, en mi interior crecía ese ardor, ocasionalmente me encontraba a Felipe en la plaza, en misa, en la tienda de Trini, cruzábamos pocas palabras, un ¿cómo estás?, un bien y ¿tú? ¿Cómo está Melita? Percibía en su mirada una chispa extraña, que no sabía descifrar.
Llegó la fiesta del pueblo: el día de San Miguel Arcángel, con su baile de las flores, su música y fólclor. Mi papá me regaló un precioso vestido azul, con vuelos, cintas y flores bordadas, me acompañó muy orgulloso, tomé su brazo izquierdo, mi mamá iba del lado derecho, entramos despampanantes, todos voltearon a verme, no gozaba de muy buena fama, era la hija pródiga que había ido a la ciudad a estudiar nada más ni nada menos que veterinaria zootecnista ¡Hábrase visto! Una señorita irse a vivir sola y estudiar una carrera para hombres. Mis relaciones sociales eran pobres. El pueblo no era gobernado por Don Manuelito, el alcalde. Las mujeres ponían las reglas y las hacían cumplir con tan solo una mirada. Las doñas (las mujeres mayores) eran despiadadas con sus juicios y comentarios, había que andarse con cuidado. No era santo de su devoción.
El baile comenzó, Cirilo el hijo de Trini me sacó a bailar, acepté gustosa, su baile era un poco torpe, su plática divertida, bailamos varias piezas, hasta que llegó Rubén, así fueron desfilando diferentes bailarines, unos más hábiles que otros, era el centro de atención hasta que llegó Melita del brazo de su marido, todos volteamos a verlos, eran una pareja atractiva, magnética. Se incorporaron al baile, no podía despegar la mirada de ellos, bailaban con cadencia y novedosos movimientos, hasta parece que tomaban clases. Noté que Felipe me buscaba con la mirada. “Debe ser un error” me dije.
La banda tomó un descanso, me dirigí a casa de Trini (los baños estaban ahí) cuando salí me topé con Felipe, sin decir palabra me tomó de la mano y me llevó detrás de la escuela, me tomó por la cintura y me dio un beso largo, profundo y apasionado, me dejé hacer, cuando nos separamos me dijo que me esperaba al día siguiente en la caballerizas de Las camelinas por un supuesto problema con un caballo.
A la mañana siguiente llegué puntual, algo me decía que no había problema con ningún caballo, Felipe no se encargaba de los animales, aún así me presente. Felipe me esperaba detrás de la puerta, en cuanto entré, me besó, comenzó a desnudarme, era la primera vez que yo me acostaba con alguien, mis dedos inexpertos desabotonoran su camisa, desabrocharon su cinturón, nos amamos con prisa y torpeza, Felipe me cuido mucho al darse cuenta de que era virgen, la adrenalina corría por nuestra sangre, Melita y su familia se encontraban a pocos metros de nosotros, eso nos excitó aún más. Terminamos agitados, asustados, satisfechos, contentos.
Este fue el inicio de una serie de encuentros clandestinos en las caballerizas, la milpa, el hotel de Las Trojes (un pueblo a unos 50 km) o en mi cuarto. Una tarde lo ví raro, noté la culpa en sus ojos y su voz.
—Te amo, Mechitas.
—Yo, también te amo, Felipe.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó angustiado.
—Amándonos—contesté.
—¿Qué hacemos?
—Felipe, no quiero ser tu querida, conmigo es todo o nada.
Se quedó muy callado, pensativo, comenzó a vestirse, nos dimos un beso muy ligero y se fue. No volví a saber de él durante casi un mes. La sangre me hervía, la angustia me invadía y el deseo nublaba mi entendimiento. Un día llegó a la mercería de mi mamá una nota para mí, me la entregó en la merienda: “Llegó esto para tí Meche, está muy sospechoso, no tiene remitente.” Me retiré a mi cuarto, abrí el sobre, la nota era breve: “Si quieres que estemos juntos, te espero el viernes a las cinco de la mañana, en la compuerta a las afueras del pueblo.” Al día siguiente les comuniqué a mis papás que la nota era una invitación de mi amiga Rosita para pasar el fin de semana en su rancho cerca de Querétaro, sólo tenían que acercarme a la compuerta, ahí pasarían por mí.
Llegué puntual a la cita, en cuanto mi papá se alejó en la camioneta, apareció Felipe, subí con mi maleta, me tomó de la mano, duramos media hora callados.
—Nos vamos a Irapuato, allá no nos conoce nadie, un amigo tiene una granja donde siembran fresas, ahí trabajaré. No te prometo boda.
—No importa, nunca me ilusioné con el vestido blanco, quiero estar contigo, tener una familia juntos, con o sin papeles y bendiciones.
En Querétaro llamé al único teléfono del pueblo en la tienda de Trini, dejé recado a mis papás de comunicarse conmigo, dicté el número. Al poco tiempo recibí la llamada, entre lágrimas y culpa le expliqué a mi papá la situación, mi madre se encontraba a su lado, escuché reproches, gritos, me dijeron robamaridos, destructora de hogares, fulana, casquibana, cualquiera y demás insultos. En el pueblo se dijeron las peores cosas de mí. Nunca volví a ver a mi familia, mi hermana Maty me escribía a escondidas.
Tu abuelo y yo vivimos con el remordimiento por lo que hicimos sufrir a Melita, nunca me lo perdoné, tu abuelo tampoco, murió con esa culpa. Nuestro amor fue más fuerte que cualquier prudencia y responsabilidad, no tuvimos cabeza para pensar en nada ni en nadie. Por eso nunca les contamos como nos conocimos, nos daba vergüenza, no queríamos que pensarán lo peor de nosotros, quitarles esa imagen de nuestro matrimonio perfecto. Es tiempo de decir la verdad, es esto, no hay más, espero que te sirva para eso de tus constelaciones familiares. Contártelo me ayudó a tener un poco de calma, ya soy vieja, los recuerdos me persiguen, no siempre es agradable. Cada noche le pido perdón a Melita.
El resto ya lo conoces, somos una familia común: amorosa, ruidosa, chismosa y alegre. Como en toda familia tenemos secretos, hoy te entregó el mío, no lo guardes.
Tu abuela que te quiere,
Mechitas.