A la mitad del camino me siento perdida. Mis luces y sombras se entrelazan y dan origen a un gris donde el presente no existe, estoy en pausa, un letargo profundo me abraza. No es una depresión, no quiero confundirte. Es una transformación. Se vale volver a significar la vida.
Más que nunca valoro el silencio. También lo imperceptible, como ese grano de sal que descubrí en mis labios después de un ventarrón o esa luciérnaga fugaz que revolotea en el jardín.
Mi cuerpo cambió. Lo hace a diario. Soy otra todos los días, a veces no me reconozco. La metamorfosis es un padecimiento de la edad madura. O un remedio, aún no lo sé con certeza.
Mi mente goza de una lucidez que sorprende. Pero a veces me traiciona con pequeños olvidos. ¿Dónde dejé las llaves? ¿Dónde guardé aquel beso? ¿Quién eres?
Mis dones se asoman con sigilo. Me gusta descubrirlos.
Encuentro refugio en las letras. Nunca imaginé su trascendencia en mi vida. Se han vuelto un respiro, una ruta.
Empiezo a ver a mis padres sin juicio. Ahora sé que hicieron por mí todo cuanto pudieron ¿Podré recuperar el cariño perdido?
Estoy aprendiendo a soltar a mis hijos a la vida. Allí es donde pertenecen. Mi vientre solo fue un chispazo de creación.
Hace poco volví a ver a mi pareja. Me refiero a que puse de nuevo mis ojos en él. También es otro. Habremos de encontrarnos desde una nueva mirada.
Confío que hay algo divino mucho más grande que yo. Y que habito esta dimensión terrenal por un tiempo breve.
Confío en lo intangible,
en lo invisible.
Creo en la fuerza superior del amor y en la luz que abraza cada una de mis noches oscuras.