En día de fiesta los hombres de la familia se reúnen en el patio principal para encender la hoguera. Una especie de ceremonia da comienzo con la gran cazuela de barro sobre el fuego, donde añaden una vasta cantidad de fresas que bañan generosamente con alcohol y azúcar. Con una larga caña mezclan el líquido y la fruta.
El ritmo es el secreto de la receta; despacio para no batir la fresa, pero rápido para que el licor no sea volátil, lento para que la fruta no pierda color, pero de prisa para no fatigarse con el vaivén.
Mientras tanto los hombres charlan.
Después de varios meneos el aire se vuelve dulzón y en un contagio inexplicable todos los presentes somos cariñosos, amables y simpáticos.
Cuando la fresa sucumbe y se rompe en pequeños trozos es el momento para añadir un torrente de agua de jamaica, un ruido húmedo se apodera del ambiente.
Hay un instante de silencio. Los hombres lo respetan.
Después un rojo intenso pinta la cazuela, es un pequeño mar de azúcar.
Un toque de nuez moscada perfuma el sabor.
Los hombres retoman la plática, todos son una misma voz.
Una generosa cantidad de ron se añade a la poción.
Los hombres sonríen.
Por último se añade hielo para apaciguar el hervor del líquido rojizo.
Reparten copas, todos bebemos. Saboreo el líquido que moja mis labios.
Un olor dulce embriaga mis sentidos, me tambaleo al caminar, una alegría repentina me atrapa. También a los otros.
Jamás pensé que un pequeño fruto rastrero además de los beneficios de la fibra y la vitaminas puede lograr que los hombres sean felices.