Un recuerdo de mi infancia es la solemnidad con la que mis padres se preparaban para ir a algún funeral; vestían de negro y generalmente salían de casa por la noche. Mis hermanos y yo nos quedábamos en casa. Para mi mamá era muy importante asistir a los funerales para acompañar a los dolientes, a todos los que en ese momento pasaban por el trance doloroso de la pérdida de un ser querido. Recuerdo haberla visto llorar alguna veces y otras tantas verla firme y fuerte para dar apoyo emocional.
Para mí, esas salidas de mis papás eran momentos desconcertantes: muchas veces sentí miedo al pensar que ellos no regresarían, de pensar que esa podría ser la última vez que los vería. Pero había veces que esas salidas ocasionaban todo lo contrario: felicidad, porque al no tener vigilancia nocturna en casa sabíamos que podríamos desvelarnos; mis hermanos hacer alguna travesura, y yo quedarme hasta muy tarde viendo televisión. Creo que dependía del ánimo con que salían y la relación con el difunto en cuestión.
La muerte, obviamente, al ser lo único seguro que todos tenemos, se vuelve una especie de personaje de culto. De niña me daba terror morirme y no poder irme al cielo sabiendo que no podría entrar al paraíso prometido y ver a quienes habían partido antes de mí, ni podría ver a mi abuelo materno si me iba al infierno, o qué tal si me quedaba años en el purgatorio visitando la puerta del cielo sin lograr entrar y regresando a la puerta infernal del diablo. Con tanta basura que nos meten en la iglesia, me cuestionaba porque solamente existían esas opciones para nuestro final eterno.
A estas alturas de mi vida he aprendido a verla de manera diferente, la veo como una presencia positiva y esperanzadora, como una aliada para poder trascender y encontrar el otro lado del puente, ese lugar desconocido que ya no me da miedo.
Aunque la puedo ver odiada, perturbada y deprimida llevarse a tantos, yo he estado ahí enojada con ella cuando se llevó a seres muy queridos: desde mi abuelo, mi primer amor platónico, mis abuelas… y me he enojado mucho. Hace muy poco la vi llevándose a mi pequeña Laika y unos días después a mi querida amiga Soco, sin darme la oportunidad de despedirlas. Creo que ella está cansada de que le imputen maldad; la siento incomprendida y fatigada. Debe de ser agotadora su labor, que cuando la vestimos de colores y olores en noviembre, se refresca y toma un aliento para seguir adelante después de esta fiesta en que se le honra.
Hoy quiero creer que mi encuentro final con ella será sutil y llevadero. Me permitirá hacer todos los planes que tengo, viajar, conocer a mis nietos, compartir la vida, disfrutarla haciendo de ella un papalote. Mi trato con ella vencerá dentro de mucho y cuando sea el momento nos miraremos a los ojos felices de encontrarnos sin deudas, cumpliendo nuestras expectativas y los pactos que firmamos antes de esta experiencia humana.
Entretanto, seguro se llevará a muchos, nos pelearemos de nuevo por dejarme esos huecos en el corazón, y cuando sea mi final nos reconciliaremos, sonriendo desde arriba, viendo lo que quisiera dejar establecido para mi funeral, uno lleno de flores blancas, con mis seres amados recordando algo bueno de mí, bailando y abrazando la posibilidad de encontrarnos una vez más.
4 comentarios
Añade el tuyo →Que lindo Miriam!!!
Muchas gracias por leer Clau, que bueno que te gusto
Yo quiero lo mismo, un funeral con flores blancas y mucha gente con recuerdos agradables de mi. Te felicito.
Gracias por leer, seguro así nos despedirán. Un gusto conocerla por este medio. Saludos