La criatura de mil cabezas

Estaba yo en la esquina de la calle principal, con un calor que derrite cualquier intento de brisa. Trataba de apagar mi fuego interno con un poco de mezcal. A lo lejos vi una nube de polvo que crecía y que al acercarse cobraba vida.

Era un cuerpo de mil cabezas, con brazos dispares, piernas fuertes; de piel bronceada y cabello acaracolado.

Por unos minutos le vi pasar ignorante de su miedo, ajeno a sus pesadillas. Después traté de descifrar el murmullo de colmena que acompañaba sus pesares. Era una manada de esperanzas viajeras caminando en una misma dirección; una detrás de otra en un baile de tropiezos.

—¿A dónde se dirigen? –pregunté.
—Al norte –contestó una voz.
—A la libertad –dijo otra.

Apenas llevaban lo puesto y una mochila en la espalda. Nadie volvía la mirada atrás por temor a perderse en la nostalgia. Recordar es un verbo prohibido; llorar, también.

El calor se me subió a la cabeza y mi voz me tomó preso. Escupí palabras y vociferé:

—¡Libre tránsito a los que necesitan de un hogar! ¡Camino libre a los descalzos! ¡Asilo al que viene de lejos! ¡Justicia para los miserables!

Y sin saber en qué momento, me uní a la criatura de mil cabezas. Porque yo también estaba ávido de esperanza, y ahí —en la esquina de la calle principal— nunca la iba a encontrar.

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