Mi intimidad

Para mi mamá, porque soy gracias a ella, y a través de sus ojos me veo capaz de todo. 
Para mi papá, que con su ejemplo me enseña a amar la vida con sus claroscuros.
Para mi gemela: cuando estoy contigo es como si nunca estuviera sin ti. 
 Para mi hermano: Nene, tu luz brilla más de lo que crees, déjala salir.

Nunca fui buena para escribir diarios, aunque siempre me ha gustado escribir. No sé si es el detalle de las cosas lo que me produce tedio o que realmente nunca entendí cómo hacer uno. Recuerdo a mi hermana —gemela, por cierto— escribiendo su diario con pelos y señales cuando nos fuimos dos meses a Europa. Llegábamos cansadas de caminar y ella tenía el humor de sentarse a escribir cada cosa que había pasado en el día: lo que comíamos, lo que visitábamos, las curiosidades que platicábamos, ¡hasta lo que gastamos y lo que costó cada cosa! Tan minuciosa que tan solo de pensarlo me vuelve a dar pesadez y, a la vez, admiración. Lo mismo hizo siempre con las fotos: armaba scrapbooks. Son álbumes donde insertas la foto y le pegas cositas que hagan referencia a lo que sucede en la imagen, también se le pueden agregar anotaciones y dibujitos —hay algunos que son obras de arte— a mi hermana le quedaban hermosos. Como ella se encargaba de eso y las mismas fotos eran de las dos, no me preocupé nunca de hacer los míos; sólo teníamos por separado las fotos de los novios del momento. Te has de imaginar que los míos nunca estuvieron tan adornados: simplemente la foto en su bolsita de celofán. Al final, me daba la misma satisfacción, porque cuando miraba una foto recreaba el momento y me hundía en la imagen hasta que cobraba vida otra vez.

Regresando al diario: creo que el esfuerzo que mi hermana hizo valió la pena porque “recordar es volver a vivir”, y me imagino que en algún domingo de flojera o alguna mudanza ha tenido oportunidad de releerlo y sentir que está en esas ciudades maravillosas y mágicas que visitamos. Puedo pensar que, si lo lee con atención, a lo mejor hasta vuelve a sentir esa vitalidad que tiene uno a los 23 años. No quiere decir que quien no haga un diario no lo pueda sentir del mismo modo, pero sí creo que se vive de manera diferente el recuerdo. Por mi parte, viví el viaje en las nubes, soñando con cada paseo e imaginando quiénes habían pisado ese suelo que yo estaba pisando. Llegaba al hostal y, en lo que mi hermana se ponía a escribir, yo también escribía mil historias mentales sobre los turistas,las calles y los edificios. Sentía que, de ese modo, cada vivencia se adhería a mí, reinventándome. Ese viaje fue inolvidable porque muy en el fondo sentí que regresé al lugar donde todo inició. Ahí comenzó parte de mi genealogía. En esos tiempos no lo pensaba de esta manera, pero ahora, con el paso de los años y de los libros, creo que así fue. Mi familia materna germinó en Italia y su valor los trajo a México. “Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías”, dice Margo Glantz. Qué maravilloso, ¿no?

Estos meses he leído mucho a Rosa Montero. Me fascina su manera tan fluida y, a la vez, profunda de narrar las cosas. En su libro “La loca de la casa” dice que todos escribimos nuestra propia novela, que constantemente nos estamos narrando, aunque no lo escribamos. Y me parece muy cierto, pero ¿cuántas veces nos describimos como el villano de la historia? ¿Habrá alguien que llegue a ser tan sincero consigo mismo que logre narrarse como “el malo”? Porque de lo que estoy segura es que somos muy buenos para hacernos las víctimas o los héroes.

En lo personal, puedo identificar dos o tres hechos en los que fui la villana. No conscientemente, claro está, pero sí reconozco que no fui mi mejor versión. Por ejemplo, cuando, en la secundaria, hice que el chico que me gustaba cortara con su novia, diciéndole que ahora sí iba a andar con él. Cuando regresó al día siguiente —soltero y listo para empezar nuestra historia de amor— le dije que no porque yo no había terminado la relación en la que estaba. Honestamente, sólo quería saberlo disponible para mí. Aquí, claramente, actué desde el egoísmo. ¿Esto me hace la mala del cuento? ¿El antagonista se define como alguien que actúa con alevosía? Cabe aclarar que ese adolescente es mi ahora esposo. Siempre que recordamos la historia le digo —en mi defensa— que yo le tenía guardada una historia mejor que sólo un noviazgo colegial.

Casi 14 años juntos, pero de conocernos, más de 20. Perdimos contacto al terminar secundaria. Él regresó a vivir a León; yo vivía en el Estado de México. Él hizo su vida y yo la mía, pero todo llega cuando tiene que llegar. Como dice la canción de Maná: «Bendita la coincidencia. Bendito el reloj que nos puso puntual ahí…». Esta canción la escuchamos juntos, sin planearlo, la vez que nos volvimos a encontrar en Acapulco. Cuando lo redescubrí supe que no quería estar con nadie más, que mi corazón por fin había encontrado el amor que merecía.

Dicen que uno escoge a su pareja dependiendo de la energía materna o paterna. Muchas veces escogí desde papá amores que no me veían, pero con mi marido estoy segura de que escogí desde mamá. Mi mamá: protectora, la que se desgarró por enseñarnos lo maravillosos que nos veía a través de sus ojos.

Ella es una mujer que se ha construido mediante la lectura y de los cursos. Como cada quien tiene sus gustos, ella siempre optó por leer libros de superación personal y sobre todo de reprogramación mental y meditación. Desde muy joven tomó el curso de «El Método Silva», con Rosita Argentina —me sé el nombre de la fundadora no por mi propio mérito, sino de tanto que lo repetía mi mamá—. Siempre intentaba transmitirnos sus conocimientos aprendidos para darnos las herramientas y el control de nosotros mismos. Todas las noches, y una vez que nos quedábamos dormidos, mi mamá llegaba y nos empezaba a repetir frases o mantras para que llegaran a nuestro inconsciente. Me da mucha risa porque cuando se los platiqué, ya de grande, a unas amigas, me dijeron que los «embrujos» de mi mamá sí sirvieron. Estoy segura de que sí, no porque mi vida sea perfecta, sino porque nos mostró —a muy temprana edad— que la mente y el espíritu son el único hogar que tenemos; que llegamos a la tierra con «nuestro lugar seguro», y que depende de nosotros cultivarlo, cuidarlo, amueblarlo. A veces, hasta empezar por sacudirlo y limpiarlo.

De chica me caía gordísimo que nos pusiera a meditar. Pero a los 24 años —cuando mis papás se divorciaron— creo que todo ese conocimiento que sembró en mí, me ayudó para lograr percibir al mundo, a la vida, a Dios y a los humanos de manera distinta.

Esto me hace pensar en mi papá. Suspiro, pero de esos suspiros que haces cuando no sabes por dónde empezar. Como si al jalar aire y sostenerlo las ideas y los sentimientos se pudieran a acomodar por sí solos. Mi padre es un superhéroe imperfecto. Tan humano que te perturba y tan héroe que te asombra. Lo recuerdo siempre trabajando, nunca enojado y siempre disfrutando la vida. Esa ligereza creo que le frustraba un poco a mi mamá porque ella necesitaba seguridad. Mi papi ha vivido con tanta intensidad que da miedo. A los 15 años su papá le regaló un tráiler ¡y lo mandó de viaje! No sé si mezclo las historias, pero creo que atropelló a una vaca —y no dudaría que hasta algún cristiano despistado.

Una vez nos fuimos de vacaciones. Mi hermana y yo teníamos como ocho años; mi papá se metió al mar con una en cada mano —cabe aclarar que mi papá era un hombre atlético, musculoso, de 1.81 metros y muy fuerte—. Digo era porque el físico cambia con el paso de los años y de las enfermedades. El mar estaba picado, y mi mamá le decía que no, pero mi papá —muy a su estilo— le dijo que no pasaba nada. Nos adentramos en el mar ¡y una ola nos zafó de sus manos! Dice que cuando trataba de salir manoteó para alcanzarnos. Logró alzarme a mí, pero a mi hermana no la encontraba. En la desesperación, empezó a mover las manos por todos lados. Gracias a Dios la rescató. Todo sucedió en segundos. ¡Pero qué susto se llevaron él y mi pobre madre! Él salió aparentando seguridad y que todo estaba bajo control para que mi mamá no lo regañara tanto. Mientras escribo esto me embarga una desesperación horrible: pudo haber ocurrido una desgracia. Historias como esta hay muchas. De verdad que si mi papá no existiera lo hubiera inventado Steven Spielberg o Stan Lee.

Con esa fortaleza y con el ejemplo siempre nos enseñó el valor del trabajo. Él manejó su tráiler para mantenernos y después logró crear una empresa de transporte: Silva Logistics. Durante mi infancia batallamos económicamente, pero aun así siempre nos dieron educación privada, clases extra, juguetes y vacaciones. Viajábamos en el tráiler, claro está. No nos gustaba porque nos acalorábamos; se hacía eterno. El baño nunca tenía paredes, el techo era el cielo y la inexistente taza nos enseñó a hacer de aguilita. Principalmente, no nos gustaba porque todos los demás viajaban en carro o en avión y se hospedaban en hoteles, mientras nosotros dormíamos en el camarote del tráiler. Ahora, a mis casi 40, reconozco que las aventuras en el «Hotel Continental» —así le decía mi papá al tráiler—, fueron maravillosas porque conocimos México y sus carreteras de una manera única.

Recuerdo una vez que mi papá no había podido trabajar y compró plumas —creo que eran de colores y tenían de adorno una bola en la punta—. Se fue a venderlas a la gasolinera, lleno de dignidad. También, cuando viajaba a ciudades cueteras nos traía palomas, brujas y otras variedades raras de explosivos para las festividades. Nos poníamos a venderlos con él en la avenida Lomas Verdes —en el Estado de México—. Tan famosos nos volvimos que de distintas colonias iban a buscarnos para que les surtiéramos. Recuerdo que el dinero lo guardábamos en un bote rosa de toallitas húmedas, que en medio tenía esas pestañitas que te dejan jalar de una en una. Creo que gracias a él me gustan las ventas, me enseñó a no tener pena. Aunque muchas veces nos avergonzamos de él porque llegaba por nosotros a la escuela lleno de grasa, o porque simplemente éramos niñas tontas —en esa edad en que sientes que los ojos de todos te miran, te juzgan, y entonces haces lo mismo con tus seres queridos—.

Todo lo anterior fue una pincelada del superhéroe, pero cuando descubrí su lado humano sufrí mucho. Mi papá es un hombre que vive el momento sin importar consecuencias, a veces de una manera muy egoísta. Cuando me di cuenta de que los valores que él exigía en los otros, no los profesaba, sentí como si un puño gigante rompiera la pantalla de televisión y sacara de atrás al verdadero e imperfecto papá.

Puedo decir que, a mis ojos, mi papá se equivocó muchísimo. Viví un largo tiempo siendo leal al enojo de mi mamá, juzgándolo fuertemente, hasta que un día comprendí que todo lo que nos hizo pasar con sus decisiones fue lo mejor que pudimos vivir —para conocer el verdadero valor de la vida y construirnos a nosotros mismos—. A su vez, me ha enseñado que no importa que lleves cargando sobre los hombros más de 20 años al señor verdugo Mr. Parkinson, que hayas perdido todo, que tengas que vivir con tus hijos o tu exmujer porque ni un techo te quedó. Aun así, la vida se disfruta y la actitud es la que transforma tus días en un calvario o un placer. Mi papá puede hacerme renegar mucho, pero también me llena de orgullo y admiración cuando me demuestra que la magia de creer, perseverar y esforzarse es la clave para encontrar la felicidad.

Al escribir sobre mi papá, pienso que a mi hermano le tocó conocerlo a través de más momentos negativos que positivos: él era un bebé cuando se divorciaron mis papás. Tristemente, le tocó vivir muy poco del héroe que mi padre lleva dentro. Soy casi 18 años más grande que él. Recuerdo que mi mamá se paseaba por la prepa con su panzota para que vieran que estaba embarazada y no fueran a creer que era mío o de mi hermana. Da risa, pero es cierto.

Todos tenemos un defecto que nos caracteriza o que da rienda a otros defectos más pequeños. Al final todos somos seres imperfectos, buscando un sentido a nuestra existencia. Muy en el fondo, sabemos que nadie cambia del todo; simplemente modificamos aquello que sabemos que no funciona en nuestras vidas. Es como jalar una liga: mientras más modificamos, más la estiramos. La mano se nos cansa de tanto sostenerla y a veces la soltamos sólo para recuperar fuerzas y volver a jalar, deseando que con cada jalón estemos más lejos de lo que nos daña y más cerca de la plenitud.

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