La caja, la bolsa y el regalo

Cuentos de mi ciudad

El domingo primero de agosto empieza temprano con los gritos del pequeño de la casa que cumple ocho años. La madre y el padre abren los ojos para vislumbrar aún poca luz a través de las cortinas. Con dificultad ponen los pies sobre el piso. Se levantan con una sonrisa por la emoción y la energía sin fin que emana del chico que brinca sobre la cama. Habían preparado el festejo de su hijo único en el patio privado al lado de la parroquia de San Francisco de Asís, frente al jardín del kiosco.

Los cinco mejores amigos del festejado llegan caminando a su casa cerca de las nueve de la mañana. Juntos caminan las cuatro cuadras que los separan del lugar de la fiesta, acompañados por la nana, el mozo y los padres. Los pocos transeúntes con los que se cruzan les ceden el paso con deferencia mientras dan los buenos días. Cargan con canastas llenas de sándwiches, papas fritas, fruta, verdura, agua de jamaica y Orange Crush. La nana camina concentrada con el pastel de chocolate que había horneado la cocinera un día antes, dejando una estela olor cacao por donde pasa.

Mientras los niños juegan fútbol despreocupados en la plaza, otros chiquillos que van saliendo de misa se unen para formar las retas. Así transcurren las horas, entre palomas asustadas, gente con cucuruchos de vainilla, y jovencitas con sus mejores galas domingueras. La madre frecuentemente cuenta que no le falte ningún niño pues, aunque sigue siendo un lugar donde todos se conocen, los tiempos de ahora no son como cuando ella era niña.

El padre se muestra divertido. Ríe con el párroco y el mozo mientras decoran el patio con globos, serpentinas y manteles de colores. El barril sin fondo, que son los estómagos de los niños en crecimiento, arrasó con el desayuno y ahora con la botana que sirve sin cesar la nana, quién parece tener ocho brazos para además limpiar mocos, curar raspones y dar un coscorrón al que se lo busca.

Cerca casi del mediodía, los niños empiezan a rugir como leones por el hambre, por lo que la madre sale, camina hacia la acera y mira a su izquierda. Le hace señas al mesero que va saliendo de las puertas de cantina del único restaurante italiano del lugar. El señor regordete y bajito, con chaleco rojo y pantalón negro, voltea a verla con una mirada que vuela de un lugar a otro. Mientras ella se le acerca, él da dos pasos hacia ella y le dice:

— Dígame señora. ¿Ya viene a hacer el pedido del que hablamos en la semana?

— Si ¿Me podría preparar unas diez pizzas y traerlas al patio al lado de la parroquia? ¿De qué tiene? — pregunta la madre mientras sigue caminando hacia la entrada del restaurant. El mesero la detiene levantando una mano al frente, abre una de las puertas abatibles, toma con la mano una carta y se la da. La mujer alcanza a atisbar que adentro hay un hombre tomando a otro, que parece ser el cocinero, por el cuello.

— Llévese la carta, en unos minutos voy y le tomo la orden — comenta el mesero con una sonrisa forzada.

Ella regresa extrañada por la acera, levanta la vista y ve a un hombre de pelo crespo con camisa blanca, pantalón de mezclilla y botas negras que la mira fijamente. Da la vuelta a la derecha hacia la puerta del patio. Vuelve la vista hacia atrás y ve que él le sonríe antes de partir en dirección al restaurante. En la fiesta ella intenta comentarlo con la nana, pero esta sigue siendo pulpo, el padre sigue feliz en su club de Toby y los niños son chapulines saltarines.

La madre ansiosa, con urgencia por resguardar a todos sin saber porque, hace caso a su intuición y grita a los niños que vengan. Cierra la puerta cuando entra el último y les ordena sentarse a comer fruta y verdura mientras ven que piden de comer. Parada aún cerca de la puerta escucha una voz que le dice queda:

— Señora, señora abra la puerta. Traigo algo para usted.

Duda, mas siguen insistiendo. Abre un poco y ve que el hombre de la camisa blanca tiene una caja en la mano. Detrás, está el otro, al que vio dentro del restaurante.

— Tenga. ¡Ah! ¿Qué cree? El restaurante no está operando. Hoy cierran temprano ¿verdad compa? — le dice con una sonrisa al hombre detrás de él quien asiente con la cabeza. Ella siente miedo, de ese que te llena los huesos de calor y frío a la vez, que te causa un sabor metálico en la boca y que hace que la piel se erice. No sabe que decir o que hacer con la caja en sus manos.

— ¿Si vio que estaban cerrando verdad? Eso le dijo el mesero, que no la podía atender ¿verdad? — le repetía el hombre insistente— ¡Mire aquí tengo la prueba! Enséñale la bolsa compa.

Apenas mostró un poco, pero fue lo suficiente. Con horror ella vió la cabeza del mesero cercenada con los ojos muy abiertos. Volteó a ver rápidamente a los niños que permanecían ignorantes a lo que pasaba. No sabe como reprimió impávida el grito que se disparó dentro de ella, contestando apresurada al cruel interrogatorio que los ojos del hombre le hacían.

— No sé a que se refiere. Me quedé afuera del restaurante. Creo que iban a cerrar. No vi nada — contestó con una voz ajena a ella.

— ¡Que bueno que estamos de acuerdo doña! Entonces no vio nada. Me voy.

— ¿Y esta caja? ¿Se la devuelvo? — pregunta dudosa.

— Ah, no señora. Es suya. ¡No se preocupe! No me ponga cara de susto — él ríe alegre como si nada pasara — ya nadie la persigue, nadie le hará daño. Entre la gente del barrio nos protegemos. Los fuereños no son bienvenidos. Malosos aquí no caben. ¡Feliz Cumpleaños a Hugo! Buenas tardes.

— ¡Dios mío! — piensa ella — ¿Por qué sabe quién es mi hijo?

La señora abre la caja. Encuentra fotos de su hijo, de su esposo, de ella, de su casa, de su vida, del día a día. Aterrada cierra los ojos. Cuando separa los párpados, ya no ve al hombre del pelo crespo. El flujo de la vida sigue su curso en la plaza y detrás de ella. Nadie se ha percatado de nada.

Cierra la puerta. Entra y trata de sonreír a su esposo que la ve con curiosidad.

— ¿Qué es eso?

— ¿Qué? ¡Ah, esta caja! un regalo para Hugo — contesta disimulando su agitación. Busca su bolsa, mete la caja y se pregunta que irán a comer.

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