La tejedora

El cuarto es estrecho, el color rojizo deslavado de sus paredes disminuye drásticamente la percepción del espacio, el piso de madera está tapizado de múltiples rayones, imposible calcular la edad del aposento, dentro de ese lugar se pierde la noción del tiempo.

De las vigas del techo cuelgan múltiples hilos, frazadas y fragmentos de tejido, algunos de ellos son tan delgados y transparentes como el ala de una mosca. ¿Quién puede tener la habilidad para tejer con esa finura y delicadeza? Las sombras de los tejidos producen figuras terroríficas: un ahorcado y un cuerpo flácido colgado por la cintura decoran de manera tétrica los muros.

Por el hueco grande que hay en la pared entra el aire que aporta un poco de frescura a la atmósfera saturada y agobiante del lugar, un pequeño gato gris con pelos duros como púas juega absorto con una bola de lana.

En la esquina, sentada en una vieja mecedora está ella.

Cuentan en el pueblo que su padre la encerró en ese cuarto viejo cuando se enteró que estaba enamorada de Ara, su mejor amiga, las descubrió besándose en la milpa.

 Desde esa habitación se escucharon terribles gritos: ¡Eres una degenerada! ¡Un engendro del mal! ¡Una aberración de la naturaleza! Ella, ahogada en llanto suplicaba piedad. No hubo lágrima ni ruego que conmovieran a Don Fermín.

La tejedora —como la llaman — vive desde hace años encerrada tejiendo sin parar, es un misterio el origen de la lana o la manera en como subsiste, Don Fermín y el resto de la familia murieron hace mucho tiempo. Ara huyó del pueblo entre una lluvia de piedras y saliva que lanzaban los vecinos.

Ella teje rítmicamente, derecho, revés, derecho, revés, una y otra y otra vez, cada minuto, cada hora, cada día. Hoy, una figura femenina emerge desde la lana roja, las agujas le dan vida, el tejido se levanta y eleva hacia al techo, vuela con la libertad prohibida para la tejedora del pueblo. 

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