Amor y libertad

María aceptó la oferta de su jefe: conocer Europa mientras él, en Roma, resolvía el asunto de la compilación prevista para publicar próximamente. De inmediato, ella llamó a la agencia de viajes donde trabajaba su cuñada para pedir informes.

Tenía solo 15 días para recorrer los países que siempre había querido conocer, pero la situación bélica en el golfo Pérsico le impedía recorrer toda Europa; solo podía escoger Italia, por lo que igualaría los horarios de vuelos con los de su jefe y tomaría el tour que su cuñada le recomendó.

Siete ciudades: Roma, Pompeya, Florencia, Padua, Verona, Venecia y Milán. Contrató un tour en el que había muchos argentinos recién casados, y tramitó su pasaporte. Sabía bien que todos los pendientes de la oficina caerían en manos de su compañero y que los diseños de ella serían modificados, pero la emoción de cruzar el océano Atlántico se sobreponía a aquel sentimiento de frustración.

Tachaba los días en el calendario. En la víspera de la fecha anhelada Miguel, su pareja, terminó la relación para, según él, darle la oportunidad de conocer Europa sin remordimientos. Él era un poco mayor que María y la había impulsado a hacer ese viaje; le repetía que una mujer como ella debía conocer el mundo por su cuenta, para que nadie le contara. Se despidieron con un beso y con la condición de que tras su regreso ella le contaría todo sin penas, remordimientos ni culpas.

Se encontró con Luis en el aeropuerto y tomaron el primer vuelo con conexión en Ámsterdam. La aventura comenzaba.

Al llegar a Roma, María cenó con Luis en el famoso Alfredo, restaurante típico italiano para turistas. El trato fue excelente porque a él lo conocían y sabían que María era como su hija. La velada fue muy divertida; María no sabía nada de italiano, así que entre los meseros y Luis se encargaron de que la cena estuviera colmada de chistes y léxico romano, para que ella pudiera sobrevivir los 15 días, pues no hablaba ni pizca de ese idioma.

Al día siguiente inició el tour. La sensación de estar rodeada de recién casados la hizo sentir un poco incómoda, todos derramaban miel, ella solo había logrado encontrar es tour que coincidiera con los vuelos de Luis y que el guía fuera español.

Los dos primeros días visitó los lugares más conocidos de Roma. La primera parada fue el Coliseo, repleto de guardias romanos que coqueteaban con los turistas para tomarse la foto y así conseguir unos euros. La Fuente de Trevi, donde todos aventaban una moneda con el deseo de regresar pronto; la plaza Navona con sus jóvenes y gelatos; el Panteón, la Basílica de San Pedro, los museos vaticanos… Se maravilló al verse rodeada por la inmensa Capilla Sixtina frente a Miguel Ángel y su origen.

Descubrió la belleza en toda su expresión: encontrarse frente a La creación de Adán, reconociendo que en cada pincelada la expresión de amor al arte se mostraba sin velos, sin formas ocultas.


Ese día decidió bajarse del bus para recorrer Roma por su cuenta. Se escapó al Jardín de las Naranjas y sola, bajo la luz de la luna, se juró que ese sería el viaje que marcaría su libertad. Al día siguiente se perdió la excursión a Pompeya, pero valió la pena, pues conoció sola Santa Maria Maggiore; recorrió Roma como si fuera su ciudad; reconoció el arte en cada baldosa del piso; sintió la vibra de cada extranjero que habría pisado esa ciudad; olió la brisa de la lluvia diferente a la de su México; comió pizza de aparador y compró su primera botella de grappa en esa ciudad llena de fe, de amor. Se descubrió frente a un mundo de posibilidades que nunca había pensado para ella.

Al día siguiente recorrió las autopistas de la Toscana. Llegar a Florencia y perderse en sus mercados la hizo vibrar; conoció el Renacimiento en todo su esplendor en Santa Maria del Fiore; se enamoró del hombre más famoso del mundo y reconoció su belleza: imponente, orgulloso, majestuoso, hermoso y único.

Padua y Verona, ciudades con mucho folclor, de colores terrosos, de gelatos, de cansancio. Caminó y caminó, frotó el busto de Julieta y comió gelatos hasta hartarse.


Finalmente había llegado la vuelta que más le emocionaba: Venecia con sus canales. Encontrarse en la Plaza de San Marcos y corretear a las palomas. Había surgido una María que no reconocía a la anterior: ahora se percibía grandiosa, llena de amor por sí misma. Tomó la góndola y después se perdió en las calles de una Venecia abundante en italianos enamorados, así como de mujeres en ventanas gritándose de un lado a otro; de hombres cantores enamorados de la vida. Se sació del aire de la libertad.

Finalmente, llegó a Milán donde no pudo conocer más que un par de lugares, tomarse la foto frente a la Catedral y recorrer las tiendas de lujo en la Galería Vittorio. Al día siguiente encontraría a Luis en Ámsterdam para entonces volver a México. Esa tarde se juró que no volvería a su país para ser la misma; que encontraría la forma de volver a Europa y conocer las ciudades pendientes.

Al llegar al Aeropuerto de Linate un escalofrío recorrió todo su cuerpo; lo atribuyó a que de nuevo la influenza era noticia. Tomó su último capuchino y volvió la mirada al cielo; no lograba ver nada, pero sentía que finalmente podía ver con claridad. Mientras abordaba la avioneta que la llevaría a Roma para la conexión con Luis, inesperadamente el avión procedente de Suecia y la densa niebla provocaron lo que sería el accidente aéreo más catastrófico en la historia de Italia. Una explosión, 118 muertos y un alma libre que encontró el amor y la libertad en esa tierra.

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