La virginidad según Marisa

Marisa creyó por muchos años que la palabra virgen se refería exclusivamente a la Virgen María, la madre de Jesús. Aunque tenía curiosidad de saber si esa palabra significaba algo más, no preguntó. Tampoco entendía la respuesta que María le dio al ángel Gabriel cuando este le anuncio que tendría un hijo: “¿Cómo puede ser esto posible puesto que no conozco varón?” Un día en clase de educación en la fe se atrevió a preguntar a su profesora, la madre Matilde (estudió diez años en un colegio de monjas exclusivo para niñas) a que se refería la Virgen con esa respuesta, a lo que la aludida respondió: “María se preguntaba como podría tener un hijo ya que no estaba casada.” Desde entonces y durante muchos años Marisa creyó firmemente que únicamente las mujeres casadas podían tener hijos. 

Llegó a la pubertad en total ignorancia, la única educación sexual que recibió hasta el momento fue cuando su mamá le dio un tomo de la enciclopedia médica, separadas con una servilleta, estaban las páginas correspondientes al tema de la menstruación, después de media hora su mamá le preguntó si tenía alguna duda, respondió que no. En la escuela no tuvo mejor suerte le explicaron los temas relacionados a la sexualidad con un enfoque 100% biológico, para ella, humanos y animales se reproducían de la misma manera. Por fin en una clase de Ciencias Naturales su maestra con la cara de mil colores y una expresión de espanto les dijo:

 — Ser virgen consiste en tener el himen intacto, es una tela muy delgada que cubre la vagina, se rompe en el momento de tener relaciones sexuales, hay que tener mucho cuidado pues también puede romperse con un golpe, al jugar o hacer ejercicio.

— ¿Sale sangre? — Preguntó una compañera. 

—Sí, si no sale sangre el esposo se dará cuenta de que no eres virgen. 

—¿Duele? —Preguntó alguien más.

—Mucho. —Concluyó la maestra.

Marisa y sus compañeras salieron asustadas y confundidas de aquella clase, durante los meses que duró el ciclo escolar, corrieron mitos y leyendas urbanas sobre la virginidad y como evitar perderla antes de casarse. Ninguna quería ser una zorra, puta o piruja como llamaban a las mujeres que de una u otra manera dejaban de ser vírgenes antes del matrimonio.

—El año pasado me pegué muy fuerte mientras andaba en bici, me salió poquita sangre. ¿Ya no soy virgen? ¿Qué va a pensar mi esposo? — Chilló Camila mientras comían el lunch en el recreo.

—No te preocupes, antes de casarte le cuentas que un día te pegaste con la bici— la consoló Marisa.

Llegó el momento de cambiar de escuela, por fin iría a una preparatoria mixta, estaba muy emocionada y a la vez nerviosa, pues durante quince años había tenido muy poco contacto con el sexo opuesto. La tarde antes de entrar a la prepa, su papá la llevó a su oficina:

—Siéntate hija. Verás, mañana entrarás a una escuela donde tendrás compañeros, todo será muy diferente. Evita por favor abrazar a los muchachos, pues ellos pueden sentir mmmmm cosas y reaccionar de cierta manera. Aunque tú lo hagas con buena intención pueden pensar algo diferente. Además, quiero decirte que espero que cuando te cases llegues virgen, como lo hizo tu madre.

Ese pequeño monólogo fue suficiente para que Marisa rehuyera la compañía de los hombres, se asustaba al escuchar su voz, temblaba cuando alguno la tocaba. Sufría en silencio sus fugaces enamoramientos, rechazaba a los pretendientes. No fue necesario que su padre le prohibiera tener novio, el miedo estaba programado en su mente.

Al comenzar la universidad tuvo su primer novio: Francisco. Su amor por él era más fuerte que todo el miedo que le tenía a su padre, decidió informar a la familia de su existencia, su papá respondió: ¡Valiendo madres! No hubo drama, ni sermones. Ya no era una niña, tenía diecinueve años. 

Con Francisco vivió sus primeras experiencias sexuales, tímidos escarceos juveniles que fueron aumentando en frecuencia e intensidad. En cuanto llegaba a casa corría a lavarse la cara, pensaba que de esa manera desaparecería la expresión de culpa, botaba a la ropa sucia la humedad contenida en su ropa interior y se sentaba a cenar con cara mustia.

Conservó intacta su preciada virginidad hasta que se casó a los veintidós años. Alejandro era el amor de su vida, el alma se le iba entre suspiros y gemidos mientras forcejeaban con pasión desmesurada en el asiento trasero de su carro, sentía tal placer que no había jabón ni agua suficiente para lavar la culpa de su cara. Nunca le permitió penetrarla. Alejandro ansiaba enormemente hacerle amor con total plenitud, sin frenos, remordimientos, culpas y límites. Marisa le dijo que jamás haría el amor sin estar casada, él se desvivía por ella, se sentía embrujado por sus besos, caricias y abrazos, imaginaba su aroma en todo momento y cualquier lugar. Aceptó su condición. Una tarde de verano luciendo un hermoso vestido blanco recibió junto a Alejandro la bendición ante la Iglesia, su padre la miró con orgullo, y la sociedad representada por sus invitados aplaudió entusiasmadamente.  

Por fin Marisa tenía permiso de perder su virginidad, estaba lista para hacer el amor con su esposo y tener los hijos que Dios quisiera mandarle. Para eso es el sexo le dijeron las monjas. O ¿no?

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