Luigiana

Vivere è la cosa più rara al mondo.
La maggior parte della gente esiste,
ecco tutto.

Oscar Wilde

Soy su ángel de la guarda, sé lo que piensa y siente, mientras la cuido desde lo alto y la observo a través de un mar de tejas rojas. Ella no sabe cuántas veces la he salvado de la muerte, como aquella vez que distraída cruzó el Viale Matteotti y casi la atropellan. A veces, le doy un pequeño empujón para que conozca a alguien que pueda hacerle compañía, con encuentros fortuitos que sin embargo a ella le pasan de largo. Luigiana vive en la nostalgia del pasado, del recuerdo de Mario «Quel bel ragazzo», quien vivía cerca de su casa y era querido por todos. De aquella vez que se cruzaron en las escaleras de su edificio, y él con la sonrisa en los labios le dijo: «Ciao, ¿come stai?». Ahora, vivía atormentada por el hubiera. ¿Por qué no se animó a contestarle?, ¿por qué no le sonrió de vuelta?, ¿por qué tuvo miedo? De haberlo hecho tal vez sería su amigo, ya no su amor como soñó de niña. Él, era su opuesto: de pelo rizado y castaño, con profundos ojos color marrón; provenía de una familia numerosa y había nacido bajo la estrella de la fortuna, por lo que donde él estuviera el lugar le pertenecía, y por eso Luigiana estaba enamorada de él.

¡Qué difícil le era hacer amigos! En la escuela nunca supo cómo… Tal vez esto se debía a que era hija única al igual que sus padres, por lo que al no tener primos ni tíos ni abuelos, nunca supo cómo hacer esa plática casual que para todos parecía tan sencilla, pero para ella era como descifrar un código secreto. Por eso, tenía la costumbre de hablar sola, lo que para otros podría parecer un síntoma de locura, más en realidad ese diálogo consigo misma mostraba lo bien que se conocía y, su habilidad de comprender aquello que los demás no podían.

¡Cómo extrañaba a su madre! ¿Por qué tuvo que morir un año después que su padre? Aunque en su acta de defunción se consignó que había muerto de un paro cardiaco, ella sabía que en realidad murió de pena. ¡Qué amor se profesaban! Luigiana recordaba la manera como su padre miraba a su madre cuando ella no se daba cuenta, como en esas películas antiguas que veía de niña, o como ella imaginaba lo que era el amor al ser descrito en una novela. Por eso, no fue de extrañar que cuando aquél que sostenía la vida de su madre desapareció, ella se dejó abandonar. ¿Pero cómo no pensó en su única hija?, ¿por qué la dejó sola con tan solo dieciocho años? Aun cuando Luigiana se percató de que jamás sufriría de preocupaciones económicas, nada compensaba estar sola en el mundo. Yo la acompañé, por supuesto, como buen ángel de la guarda en sus periodos de tristeza, amargura y enojo. Sé, de primera mano, lo que cuesta comprender los caminos del Señor, o el destino como otros le llaman. Sé también que los humanos poseen la maravillosa cualidad de amar sin límite, y Luigina necesitaba dar amor para seguir adelante. Por eso, le hice llegar a Gastone, un gato gris de ojos azules.

Así que para Luigiana la vida también siguió. Un amigo de su padre, compañero de trabajo en Palazzo Vecchio, le encontró un empleo en la Poste Italiane. Desde entonces, hace nueve años, de lunes a viernes camina de su casa a la posta en Via Cavour 71 y de regreso a Pier Capponi 51. No le disgusta su trabajo: suele imaginar que dirá cada carta que separa para entrega; en su cabeza crea historias de las personas cuyos nombres encuentra al frente del sobre, y sueña con los lugares de donde los remitentes envían sus cartas. A pesar de que vive en Florencia, una de las ciudades más bellas que existen, casi no la conoce. Siente de repente ganas de viajar, tratando de olvidar que ella no tiene el valor de moverse más allá de lo que quede dentro del radio de veinte minutos caminando: el tiempo que le toma llegar a Santa Croce, su plaza favorita, donde le gusta comer un gelato de stracciatella mientras ve a los turistas pasear; o al Convento di San Lorenzo, a donde va cuando necesita un lugar tranquilo para pensar. Ambas sabemos que cada día que pasa se vuelve menos común el arte de escribir a los demás, por lo que a veces Luigina se preocupa de que su lugar en el mundo también desaparezca, pues encuentra su propósito de vida en el hacer que estas cartas lleguen a su destino para dar felicidad, o en ocasiones tristeza, a quienes las reciben.

Así fue su vida antes de lo que quiero narrarles. Aquel viernes inició como cualquier otro, con el concierto de campanas sonando al unísono por toda la ciudad, lo cual hacía imposible no despertarse. Luigiana se levantó con parsimonia mientras se observaba en el espejo: aún era joven, pues tenía 27 años, pero sus ojos grises parecían los de una persona mayor. Su pelo rubio y lacio le llegaba a los hombros; su fleco ocultaba la cicatriz que se hizo de niña cuando andaba en bicicleta. Se había dejado el fleco, porque al ver la marca en su frente recordaba a su padre, y su mirada de orgullo, cuando ella por fin logró andar sola sin ayuda. «Para cualquier otro estos serían recuerdos felices…», se dijo frente al espejo; «para mí solo están llenos de tristeza», concluyó.

Tomó sus lentes de aro redondo, y al ponérselos observó cómo sus ojos parecían más grandes y su nariz más larga, su herencia italiana. Tal vez no le favorecían, pero no pensaba cambiarlos; funcionaban y punto —práctica, como era ante todo. Consideró ducharse, pero ese día no tuvo ganas, por lo que buscó en el armario unos pantalones azul oscuro de mezclilla y todo lo demás en beige: suéter, abrigo, botas y bolsa. Ella creía que ese color era su amigo, pero en realidad era su enemigo pues la hacía invisible debido a su pálida tez blanca, y su delgadez la hacía verse desgarbada. Quizá si hubiera puesto atención a su aspecto, o utilizara un poco de rubor, se hubiera percatado de que podía ser agradable a la vista, pero eso no le importaba mucho.

Jamás había tenido un pretendiente, no tenía amigos ni familia y la gente parecía no observarla con detenimiento. Solo tenía compañeros de trabajo que siempre eran amables con ella; sin embargo, Luigiana se sentía fuera del grupo al no ser invitada a cumpleaños ni a reuniones familiares. Por eso, de vez en cuando, por el simple hecho de romper el silencio, recibía estudiantes de intercambio en su departamento pues tenía al fin dos habitaciones vacías. Las jóvenes mujeres que pasaban por ahí, al igual que los demás, eran atentas con ella pero no mostraban interés por conocerla. En realidad, no era culpa de ellos, simplemente no sabían cómo acercársele a Luigiana, siempre con ese aura triste a su alrededor. Pero para ella, definitivamente no había nada que pesara más que esta indiferencia: la falta de un abrazo, de una caricia o de un sincero ¿cómo estás?

¡Pero me he desviado…! Era un día fresco y soleado de finales de febrero. Después de tomar un espresso y biscotti, salió de su casa y se dirigió a la Via Gino Capponi, nombrada así —como casi todas las calles de Florencia— para recordar a sus hijos ilustres. Taciturna, no apreció a la distancia la hermosa cúpula rojo ladrillo de Santa Maria del Fiore, espíritu protector de la ciudad construida hace casi 600 años; ni reparó en el olor de las plantas recién cortadas de los jardines que anunciaban ya la primavera. Sólo cuando casi choca con algunas monjas que regresaban al convento de Le Suore di Maria Riparatrice, se detuvo y las observó sin entender la fuente de su felicidad. Era posible que Luigiana fuera aceptada en el convento si quisera y podría aprender de ellas a ser feliz. «¡Lástima que eso de rezar no se me da!», se dijo en voz alta. A veces decía que tal vez estaría mejor muerta, así estaría con sus padres, pero tampoco creía en el cielo. ¡Qué ironía! ¡Si supiera que tenía un ángel a su lado! Siguió perdida en sus pensamientos mientras pasaba sin ver la hermosa Piazza della Santissima Annunziata y la concurrida Piazza San Marco, para finalmente llegar a su destino.

Últimamente, la escuchaba hablar con frecuencia sobre la muerte, como cuando en un paquete encontró una botella de mercurio y se preguntó cuánto necesitaría tomar para morir envenenada. En una ocasión se le ocurrió aventarse frente a un camión, pero en ese instante pensó en lo traumático que sería para el pobre hombre que conducía, en su gato Gastone y, en que con su mala suerte, tal vez quedaba paralítica en lugar de morir. Sentía que si fallecía nadie se daría cuenta. La soledad cada vez pesaba más. Así que ese día algo en su interior cambió. Con urgencia pidió permiso para salir antes de la Posta, lo que nunca antes había hecho. Sintió que la vida se le iba y con fuego en los ojos salió deprisa, aún con el sol sobre ella. Caminó hacia el centro de la ciudad, entró a una tienda de discos antiguos y escuchó algunos sintiendo intensamente cada nota. Visitó el mercado y compró unas hojas decoradas solo por el gusto de tener algo bello. Se armó de valor para comer sola en un restaurante, no preocupándose por lo que tendría que pagar. Luego, al recordar que en su departamento nadie la esperaba, por primera vez desde que era niña, decidió entrar al Museo degli Uffizi para la visita nocturna.

En todo su trayecto, no se percató de que un joven turista americano la había observado desde su primera parada. La siguió por la ciudad, y al verla en la mágica Piazza della Signoria se le acercó para preguntarle si podía acompañarla. ¡Tanto cuidarla a lo largo de su vida! El estar con ella y conocer su soledad me hizo bajar la guardia, permitiendo así que este joven alto y rubio se le acercara. Después de todo, parecía buena persona, era simpático y la escuchaba con atención mientras paseaban por el museo. En contra de mi naturaleza, pensé que los astros se alinearon para que todo fuera propicio. Tuvieron la suerte de visitar el enigmático Corridoio Vasariano, que les permitió llegar hasta los jardines del Palazzo Pitti, pasando sobre el Ponte Vecchio sin pisar la calle, caminando por dentro de los antiguos edificios.

La noche era clara y se podían ver las estrellas que brillaban en el cielo. Ella, olvidándose por una noche de sí misma y sintiéndose un personaje de alguno de sus libros, se permitió ser libre y que él la besara. La oí reír a carcajadas, ver con ojos de niña lo que la rodeaba y bailar por las calles sin importar el qué dirán. Por unas horas vivió con intensidad lo que no había vivido en años. Ese fin de semana se encontró acompañada y cuando él tuvo que regresar a su país, prometió escribirle. Cumplió su palabra y ahora, Luigiana era quien recibía cartas desde el otro lado del mundo.

Finalmente, su miedo a los demás fue menor que su miedo a la soledad.

Pero como dije antes, no vi todas las señales: pocos días después, una enfermedad que no se conocía llegó como una ola intempestiva y ahogó a muchos de los que tocaba, estando Luigiana expuesta durante esos pocos días de compañía. Sintió escalofríos y pensó que era la llegada de marzo. Poco a poco, su cuerpo fue dejando de ser lo que era. No pidió ayuda, solo envió una despedida a los pocos que la conocían, pues sabía que no había otra salida: prefirió morir sola en casa y no en un lugar extraño y desconocido.

Luigiana reconoció que nada estaba bajo su control. Lo material perdió importancia, al igual que el tiempo y la distancia. Al final se dio cuenta de que solo ella era responsable de su destino y, aunque tarde, había ella misma cambiado su vida… Por fin alguien la había visto de la misma manera como su padre miraba a su madre. «¿Por qué me preocupé tanto por el futuro que aún no existe, o por el pasado que no puedo cambiar?», le preguntó a Gastone. «Si solo en el presente es donde se puede vivir, sentir y amar». Continuó hablándole sobre las cosas cotidianas de la vida que dio por sentado y que en ese momento se percató de que eran parte de su felicidad diaria: acariciar el suave pelo de su gato, el olor del café, leer sin preocuparse por el paso de las horas, y olvidarse de sí misma en un beso. Solo quedaba Gastone, quien permaneció con ella hasta el final y luego se fue sin un adiós. Por último, la tomé suavemente de la mano y la acompañé a donde ella jamás creyó llegar.

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