El día de mi boda me vestí de pureza e inocencia. Blanco como la nieve era mi atuendo, blanco como la lana. No quise ayuda. Lo hice sola, de manera solemne y pausada.
Mientras estaba en la alcoba pensé lo mucho que cambiaría mi vida partir de ese día.
Al principio mis padres no estaban de acuerdo con mi elección, pero yo estaba muy enamorada. No fue un amor arrebatado, sino todo lo contrario. Fue creciendo de manera sutil.
Un coro angelical animó la entrada. La alegría iba conmigo. Una sonrisa suave daba color a mis labios.
Caminé lentamente atesorando cada uno de mis pasos. El retablo relucía al fondo con sus destellos dorados.
El mejor de todos me esperaba en el altar. Me sabía elegida.
El Obispo ofició el desposorio. Gran honor para la comunidad y mi familia.
Ante todos juré pobreza y obediencia. Fidelidad absoluta. Mi voz temblaba. Él a cambio me ofreció la gloria y una vida nueva.
En un momento especial de la ceremonia me postré extendida sobre el piso central, mis brazos abiertos, mi cabeza bocabajo. Un calor intenso me abrasó. Cerré los ojos, en el aire había un intenso olor a rosas. Mis hermanas cubrieron mi cuerpo con una nube de pétalos, gesto de humildad total. Renuncia absoluta de la carne. Morí como mujer, desperté como esposa consagrada.
Retiraron el velo blanco de mi cabeza y a cambio me vistieron con el sagrado velo negro del amor perpetuo. Colocaron una corona de flores silvestres sobre mi cabeza. Me sentí reina, me sentí esclava.
“Veis aquí mi corazón,
Yo le pongo en vuestra palma,
Mi cuerpo, mi vida y alma,
Mis entrañas y afición;
dulce esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí:
¿qué mandáis hacer de mí?
Vuestra soy, para vos nací.
Santa Teresa de Jesús
Fragmento