¡Todos unidos!

En nuestro patio hay un mundo por explorar,
cosas
increíbles podemos encontrar
y a diario salimos a jugar.
Amigos tuyos
… Backyardigans

«¿Conoces a los Backyardigans?», escuché preguntar al otro lado del teléfono.

«Claro, esos monitos cabezones que bailan, cantan y giran todo el día», respondí mientras pensaba a qué venía la pregunta.

«Sí, coma, están bien curados. Vamos a llevar a los huerquitos al concierto que van a presentar en el teatro. Yo mando al compa a que compre los boletos», me dijo mi futura comadre de mi segundo retoño —quien todavía no estaba en el pensamiento.

Empezó la Coma a planear la ida al teatro, y aunque a mi Monito Pachón le gustaba ver esa caricatura, nunca pensé en llevarlo a un show de ese tipo. Claro que yo prefería ver al pingüino Pablo, el alce Tyrone, la hipopótama Tasha, el canguro Austin y esa indefinible criatura rosa morada llamada Uniqua, en lugar de al dinosaurio morado mamerto que todos los niños —menos el mío, porque jamás se lo presenté— veían en la tele, en los dvd, en las jugueterías, en la ropa y hasta en el plato, porque ¡ah, cómo estaba de moda el pinche dinosaurio panzón!

Y así fue como de repente, en lugar de ser solo la familia de cuatro de la Coma y la mía de tres, pasamos a ser una comitiva de catorce personas: ocho cuidadores y seis cuidados, entre amigas, compadres, cuñadas y chiquillos. Los boletos se compraron, se arregló el quién pasa por quién, cuántas sillitas de bebés tenemos que meter en cada coche para caber todos, y en dónde nos veíamos para irnos juntos.

Finalmente, llegó el día y nos fuimos todos en caravana al centro con niños que no pasaban de los tres años, siendo el más chiquito un bebé de año y medio, hijo de la Coma. Llegamos al estacionamiento y nos bajaron los que venían chofereando las dos camionetas, porque en ese estacionamiento solo el que maneja pasa. Como mamás primerizas estábamos súper preocupadas de que ningún escuincle se nos soltara de la mano, porque: ¡qué peligroso es el centro de la ciudad! La Coma me pidió de favor ayudarle a cargar su bebé, porque su esposo aún no salía del estacionamiento, mientras ella se llevaba a su hijo el grandecito. Le respondí: «Sí, claro». Enseguida, volteé y le pedí a mi mareado por despistado— que por favor se encargara del Monito Pachón.

Entramos al teatro corriendo, pues faltaban alrededor de cinco minutos para que iniciara la obra. Aun cuando nos habíamos quedado de ver una hora y media antes, llegamos tarde. No fue fácil correr con niños en brazos ni subir las escaleras del teatro hasta donde estaban las acomodadoras, pero lo logramos. En eso estábamos buscando nuestros lugares cuando hicieron la tercera llamada, por lo que empezamos a caminar hacia nuestros asientos, casi a punto de que apagaran las luces. Volteé para decirles que avanzaran a los hombres que nos acompañaban de escoltas —según ellos— y que los veo tomándose selfies como pubertos, haciendo caras y señas para la foto.

«¿Dónde está el Monito Pachón?», le pregunté a mi marido.

«¡Aquí! », contestó mientras volteaba para buscarlo, pero no estaba por ningún lado.

¡Sentí que moría! Literalmente, como dicen, se me bajó la sangre a los pies y sentí el cuerpo helado. Un dreadful feeling comenzó a llenarme el corazón, acelerándolo a mil por hora. Los tres tarugos, con sus actitudes adolescentes, descuidaron al único niño que ellos tenían a su cargo. Dos mamás del grupo tomaron rápidamente a los niños restantes y se fueron hacia sus asientos, colocándose cada una de ellas en uno de los extremos de la fila, porque ¡pues no vaya a ser que se perdiera otro, verdad! Apenas lograron sentarse ya con la luz apagada.

La Coma, cuyo acento norteño impone, volteó y les dijo: «Se la bañaron, pendejos. Estoy cagadísima» — lo que quiere decir, emputadísima, no el ¡que chistoso! de nosotros los de soy de León. «¡Tú!, ponte a buscar por todos los pasillos», le dijo a mi peoresnada. «Y tú, vete en chifla a la puerta del teatro por si lo quieren sacar», le ordenó a su esposo. «¡Como vas! Tú a la calle a ver si no se salió o lo sacaron del teatro», espetó al compadre; «¡Bola de brutos», dijo entre dientes.

 «Por favor, ¿puedes checar los baños, la tiendita y así? Yo, déjame busco a alguien del teatro para ver qué es lo que se hace en estos casos», le pidió amablemente a la hermana de mi esposo.

Sentí entumecidos los sentidos, la respiración agitada y las manos sudorosas. No podía pensar claro, solo repetía el nombre de mi hijo y me preguntaba dónde estaba. Tardé varios minutos en reaccionar. Le pedí a los encargados del sonido que por favor vocearan a mi hijo y prendieran las luces, a lo que se negaron los hijos de su puta madre. Seguramente no tenían hijos o nunca se les perdieron a los idiotas. Comencé a llorar mientras recorría los pasillos gritando el nombre de mi niño chiflado —como decía la Coma, por chiqueado—, pero no lo encontré. De repente, vi que la Coma traía a una persona del teatro con ella e iba hacia la cabina de sonido.

Hasta ese momento, habían pasado ya quince minutos, pero a mí me parecía que había transcurrido una hora. Mi búsqueda fue infructuosa. Por la desesperación y entre las lágrimas, no veía más que caras y más caras entre las butacas. Algunos me voltearon a ver como bicho raro y hubo quien hasta me dijo: «Shhh, cállate, ¡qué bárbara!», entre otras cosas. Regresé a la cabina donde el responsable del teatro les pedía que por favor pararan la obra, pero no le hicieron caso. Por lo que la Coma se vio obligada a dejar lo polite a un lado y ponerse en modo crazymotherfunken advirtiéndoles: «Si no paran el show de inmediato, les juro que me pongo a gritar como loca y les paro todo».

Y pues sí, la tiraron de a pinche loca e hicieron como si la virgen les hablara. Entonces, mi Coma subió el volumen de su voz. Los tipos de la cabina de sonido al no saber qué hacer con una enajenada que gritaba y una histérica que no paraba de llorar, o sea yo,— decidieron entrar en razón, aunque fuera a huevo, por lo que detuvieron la música y prendieron las luces.

Recuerdo cómo las botargas malhechas que cantaban y bailaban se quedaron inmóviles por un rato, como congeladas, hasta que se dieron cuenta de que no había sido un error de producción, sino que había un niño perdido, por lo que bajaron los brazos. El responsable del teatro tomó el micrófono y pidió el apoyo del público para «localizar a un niño de tres años que se extravió de las escaleras a un lado de la cabina de sonido».

Escudriñamos las butacas hasta que vi que una persona en la segunda sección del teatro levantó la mano. Era un señor de aproximadamente setenta y cinco años, sentado a la orilla izquierda de una fila, con mi hijo a su lado y su esposa. Había unos niños al lado de la señora, — que después me enteré de que eran sus nietos— y al más grande de ellos lo habían sentado en el pasillo. Porque, claro, aunque absurdas sus acciones, a mi parecer —como verán por lo que el señor me dijo—, él, como buena persona, muy amablemente sentó a mi chiquillo en una butaca a ver el espectáculo.

Subí corriendo desesperada las escaleras hasta su lugar.

«No se preocupe, señora… Lo vi al lado de la cabina telefónica —¡No de sonido!— paradito viendo el escenario, y pues me dije: ‘Ay, pobrecito, está solito; mejor me lo traigo mientras conmigo a ver el show’, y pos lo alcé y lo subí conmigo, sobre todo para que no se asustara mientras ustedes lo encontraban. Y lo senté en el asiento, no en el piso, obvio», me explicó el señor al encontrarme con él.

 «Sin preguntarle a los tres babosos que se tomaban fotos si no era hijo de alguno de ellos», pensé.

El señor abuelo continuó explicando el proceso mental que lo hizo llevarse a mi hijo con él. Como pude atiné a decirle: «Gracias». Abracé al Monito Pachón, quien se prendió de mi como un koala y estaba blanco blanco del susto a pesar de ser moreno. Juro que —no sé si fue mi imaginación— oí un Aaaaaaah en todo el teatro. Pero duró poco, porque apenas iba bajando las escaleras cuando alcancé a escuchar: «¿Ves? Eso es lo que pasa cuando las madres son descuidadas». No, señora, pensé, esto ocurre cuando el marido se apendeja.

«¿Ves por qué te digo que no te separes de tu mamá? De seguro ese niño se portó mal y por eso se perdió». No, señora, lo que sucedió fue que un señor con buenas intenciones, pero medio tarugo, se le ocurrió llevárselo creyendo que estaba perdido y necesitaba ser encontrado.

“¡Mira lo que puede pasar si no me das la mano cuando te lo pido, ¡pobre de su mamá, qué susto…”. ¡Vaya! Una persona empática, me dije a mí misma.

“Ves, fulano, por eso te digo que cuides a tus hijos. De seguro fue culpa del papá, no de la mamá”. ¡Vaya! Al fin una señora inteligente, pensé.

Pero entre los que estaban en la posición de «¡Qué bárbaros, papás, cómo pierden a un niño en el teatro!», también hubo los que decían: «¡Qué gusto que lo encontraron!».¡Qué rápidos somos los humanos para juzgar, para tomar bandos y criticar! Solo espero que haya servido de aprendizaje para algunos niños que estaban en el teatro, pero lo dudo, pues nadie aprende en cabeza ajena.

«¡Qué pinche desmadre se armó!», me dijo la Coma cuando por fin nos sentamos mientras ella buscaba en su bolsa galletitas para el susto.

 Comenzó a bajarme la adrenalina y empecé a sentir enojo, alivio, felicidad, pavor y un montón de emociones más mezcladas al mismo tiempo. La angustia pasó, pero mientras la música tocaba y los Backyardigans seguían girando —lo que hicieron casi todo el tiempo, al ser incapaces de bailar y moverse con gracia como en la caricatura—, me vino a la mente todo lo que podría haber ocurrido si a mi hijo de verdad se lo hubieran robado y entré en pánico. Volteé a ver a los de mi tribu y seguían en estado de shock; ni los hijos de mis amigos, salvo el bebé, parecían disfrutar el espectáculo, pues decían: «¡Se perdió!» cada vez que se acordaban.

Cuando a mi Monito Pachón, quien ahora tiene dieciséis años, le pregunto si recuerda cuando se perdió, contesta que es de lo pocos recuerdos de pequeño que conserva.

«Creo que lloraba, porque veía borroso, y a través de las lágrimas solo me acuerdo que veía a un muñeco morado y un señor que me hablaba», dice divertido.

Ahora, él se ríe de su papá y de sus amigotes, pero para mí tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiera medio reírme de esta experiencia. Sobra decir que también tardé tiempo en perdonar al susodicho. Lo que tengo más presente es que, luego de encontrar a mi niño, ya no presté atención a nada, solamente a la sensación de su peso sobre mis piernas y el calor de su abrazo, pues ya no quiso separárseme. Si por mi fuera, nos hubiéramos ido de ahí luego luego, pero habíamos compartido autos y por eso nos quedamos hasta el final.

Los peligros que como mamás veíamos no pintaban ni poquito. No fue el tráfico del centro ni la cantidad de gente en la calle, menos aún no llevar a los niños en su sillita durante el trayecto. El peligro fue el papá de mi hijo, quien se comportó como un niño más del grupo junto con sus amigos. Parecía que a los que habíamos sacado a pasear era a ellos. Quisiera decirles que luego de esta experiencia tan terrible mi esposo aprendió la lección de no soltarle la mano a un hijo, pero no fue así porque tiempo después perdió a mi Palo Cachorro. Pero esa es otra historia.

Nota: el padre de mis hijos, mi esposo, es quién con su alegría ilumina la casa. A pesar de lo sucedido ese día, son muchas muchas más las cosas buenas que ha hecho por nuestros hijos. Gracias por existir.

10 comentarios

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Me fui imaginando al mareado puberto (x las selfies), todo regañado; y la imagen del monito Pachón en tus piernas, abrazos!!!

De verdad que susto al no encontrar a tu hijo, me adentré tanto en la historia. Te mando un abrazo ❤️
Y pido por todos los papás que han perdido un hijo

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