Ya no más

Me parecía inconcebible estar ahí, frente a su cuerpo muerto. Se veía como si nunca hubiera pasado nada. Indiferente y en paz. Me sentía totalmente fuera de lugar: ajena y distante. No había en mí ganas de llorar. Más bien, un gran impulso me incitaba a salir de esas frías paredes, llenas de vacío y mediocridad. Al mismo tiempo, mis pies se tornaron pesados y mi denso corazón estaba paralizado como un hierro.

Ese hospital había estado siempre ahí, frente a mi cotidianidad, lleno de gente, autos, ruido. Era un engranaje más de aquel rumbo por el que me movía. En ese momento sentí mi cuerpo inmerso en una película donde yo era un holograma ficticio entre aquellos pasillos llenos de movimiento. Nadie se daba cuenta de mi presencia, de lo enormemente contrariada que me sentía, de mi inmensa soledad. Me senté mientras pensaba qué hacer. En mi mente se repetían una y otra vez las palabras del doctor:

—No pudimos hacer ya nada por ella. Al final, fue una insuficiencia respiratoria…

Continuó hablando, pero ya no pude escuchar nada, sólo su frase final. Cerró con un lento y claro:

—Lamento mucho su pérdida.

Estaba muy enojada. Tanto que no pude llorar, mucho menos gritar o quejarme. Estaba fúrica, al grado de que no quería saber nada más del asunto. Sentí que me quemaba la sangre y que me estallaba la cabeza. No, yo no lamento su muerte. ¿Quién te deja de hablar por más de 20 años y luego te pide que vayas a despedirte y atenderle en sus últimos momentos?

—Creo que no te arrepentirás de despedirte de ella y hacer las paces — escuché mil veces.

Y una vez más me dejé llenar de la esperanza de recibir su cariño, aunque fuera una vez. Ojalá no les hubiera hecho caso. Yo no debía ni quería estar ahí.

Cuando la enfermera me buscó para que yo firmará unos papeles, ya me había salido del lugar. Dejé el cuerpo muerto de mi madre en aquel hospital. No me hice cargo de su funeral ni asistí ni volví a hablar por muchos años de ella. Guardé por mucho tiempo en mi alma el dolor y la soledad por su lejanía y crueldad.

La vieja bruja —como acostumbraba— había ganado. Me había vuelto a dejar con el cariño para dar en la punta de la lengua y con mis sedientos brazos vacíos. Me culpaba a mí misma de no alejarme de ella. Mil veces me dije que no le permitiría lastimarme más, por eso me había mantenido lejos. No sé qué me enfurecía más: su soberbia y su desprecio o que yo fuera tan ilusa y tan tonta. Ahora estaba segura, ese hueco nunca se llenaría.

Aun desolada, intenté regresar a mi vida normal, a mi cotidianidad, a mi imagen de madre y esposa completa: a mi autoexigencia y a ser modelo de mujer. Pocos sabían que atrás de mis sonrisas forzadas, más que alegría sincera, se albergaba constantemente el intento de olvidarla. Lo intenté, mas esta vez, no pude. Ese peso de fingir vivir con alegría era demasiado. Empecé, en la intimidad de mi hogar, a transformarme en una mujer ácida, amargada, resentida. Me sentía dentro de mi propia casa igual que en aquel hospital: furiosa.

Imposible seguir fingiendo, a mi familia no la he podido engañar. Con ellos ha salido lo peor de mí. Con ellos, los que más quiero. Y eso me enfurece más y más. Por eso ahora he decidido escribir la historia de mi madre. La historia de esa mujer que tanto desprecié no me seguirá ganando. No es posible que, aun muerta, me siga lastimando.

Ya basta. Ya no más.

4 comentarios

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Wow!! Que buen relato, tantas vidas parecidas y lo único que tenemos que aprender, es a perdonar y agradecer, en ese momento se empieza a ser feliz !! Gracia Lume

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