Para Pedro, mi papá. Siempre lo podré hacer mejor.
Si el grano de trigo no muere, si no muere solo quedará, pero si muere en abundancia dará un fruto eterno que no morirá.
Crecí sabiendo que la muerte andaba siempre por ahí, rondando. A mis cinco años corría asustada a la cama de mis papás cuando escuchaba los cohetes de la parroquia de la esquina en la madrugada. Aquellos tronidos fuertes los imaginaba como bombas que venían a matarnos, y sentía terror verdadero de morir. Entonces me metía sigilosa del lado donde se acostaba mi mamá, rogaba que mi papá no se diera cuenta, pues me mandaba de retache a mi cuarto. Si eso ocurría, entonces tenía que regresar y refugiarme en la cama de alguna de mis hermanas.
Siempre tuvimos un cuarto para las tres. El problema era que a veces ya estaban las dos en una cama, y entonces tenía que meterme haciendo fuerza para caber. Normalmente resistíamos las tres en una sola cama por un rato, hasta que alguna de ellas mejor se iba. Muchas fueron las veces en que amanecimos todas en la cama de otra. Nunca les he preguntado a ellas a qué le tenían miedo. Esa será una buena pregunta.
A mis ocho o nueve años veía imágenes en las noticias de matanzas y guerra —la cobertura de las guerrillas de Nicaragua y El Salvador me ocasionaban también terror—. Me imaginaba que el Jinete de la Guerra —del Apocalipsis— estaba próximo a llegar. Lo más terrible de esos miedos a la muerte era que no los podía expresar. Sólo los sentía. Era como si yo misma me sintiera ridícula de decir que tenía miedo a algo, que bien sabía, no estaba ahí. Entonces nunca lo externé.
Hasta mis 11 años crecí en un rumbo de la ciudad que no era el más seguro y, curiosamente, eso nunca me dio miedo. No me daba miedo que entraran a robar ni que hubiera algún borracho en la calle, ni que me robaran o me hicieran algo cuando salía caminando de la mano de Rosalba —la amable muchacha del pueblo que trabajaba en mi casa— a comprar las tortillas, crema o leche a una granja que quedaba a tres cuadras, ya afuera de la ciudad. Mis miedos eran a bombas inexistentes y a guerras a miles de kilómetros de mí. Ahora me doy cuenta lo protegida que me sentía —por mis papás, hermanos y por la misma Rosalba— que no tuve miedo a lo que sí me podía ocurrir.
Nunca tuve miedo de andar sin cinturón de seguridad ni de amontonarnos mil chiquillos en un mismo automóvil para ir y venir a la escuela. Nunca tuve miedo de intoxicarme inflando globos con un tubito y una sustancia apestosa que poníamos en la punta —juguete del que no recuerdo su nombre—, pero que ahora sé, está prohibido. Nunca tuve miedo de comer kilos de azúcar ni cucharadas de mantequilla. Jamás tuve miedo de comer gérmenes al compartir un refresco con una amiga ni al zambullir los dedos en las frituras bañadas en salsa Búfalo. Tampoco tuve miedo de correr descalza, no sólo en la casa, también en la banqueta. No tenía miedo a enfermarme ni a engordar. Mucho menos a morir de todas estas cosas, comunes y familiares. Cuando mi papá en carreteras angostas corría y rebasaba autos, yo lo sabía un buen conductor y me sentía segura. Así que tampoco sentía miedo. No me gustaba el olor del humo de su cigarro dentro del coche, pero tampoco tenía miedo de que me hiciera daño. Mientras mi mamá rezaba en cada rebasada, yo me dormía profundamente, como si estuviera en mi cama. No es cierto, dormitaba hecha bolita en los pies de mis hermanos —o sentada de ladito entre dos de ellos— rogándoles que me dejaran apoyar la cabeza en sus hombros o en su regazo.
Conforme fui creciendo, la muerte se anunciaba en noticias y eventos de algún conocido: fallecía el abuelo de la amiga, algún famoso, el papá de un tío, el vecino en un terrible accidente; conocía a alguien huérfano; sabía que en aquella esquina mataron a alguien en un asalto, o me enteraba de otro que fallecía por una enfermedad terminal.
De pequeña fui a pocos funerales. El primero fue el de una tía abuela a la que ubicaba perfectamente, pero que no era cercana a mí. Lloré y lloré solo de ver la tristeza de los asistentes. También berreaba con aquellas películas tristes donde alguien inesperadamente moría. Fui a varios velorios, misas de cuerpo presente —en casi todas, no podía evitar llorar— y aun así, todas esas muertes no me prepararon ni me hicieron imaginar lo que se siente perder a alguien cercano. Nada previo es equiparable a la experiencia de una muerte cercana.
A mis 23 años murió mi papá. Falleció sin decir ni agua va. Él tenía apenas 57. El domingo comíamos todos con él y el lunes en la tarde ya había muerto. Un infarto fulminante. Ni chance de vivir el drama de película, de agonía, de cama, de «Pidan por él», de cuidados, de despedidas, de «te quieros» y «perdones». Estaba y luego ya no. Punto. Eso fue un balde de agua fría. No hubo aviso previo. Su perro fiel quizá fue el único que lo vio venir y decidió morirse afuera de la ventana de su cuarto una semana antes que él. Mi mamá lo encontró muerto, sin una causa aparente. Lloró desconsolada.
A lo mejor yo también, sin darme cuenta, lo presentí. Me encontraba platicando con mi novio y otra pareja de amigos de lo complicado que es dar un pésame —a muchos de esos muertos no los conozco y no puedo saber lo que cada deudo siente, por ello no me queda claro cuáles pueden ser las palabras más sinceras y más empáticas para esos momentos— cuando mi hermano mayor interrumpió con una llamada telefónica para darme la noticia. Hablé de la muerte al mismo tiempo que mi padre moría. Analicé cómo se debe dar un pésame cuando iba a recibir los primeros de mi vida. Ese sería mi primer encuentro con lo que llaman muerte. Aunque después aprendería que el único que tuvo el encuentro fue mi papá, pues yo aquí estoy, tan vivita y coleando como siempre.
La muerte tiene dos lados. Es una línea entre los que estamos aquí y los que ya se fueron. Realmente la viven solo los que se mueren. Nosotros solo tenemos aproximaciones a la línea. Y extrañamos a los que la brincan. Mi papá la brincó solito, sin forcejeos, sin detenerse, sin «me voy o no me voy», sin despedidas ni anuncios. Así era él. No le gustaba anunciarse ni llamar la atención. Así que tomó boleto exprés y sin mayor preámbulo partió.
A nosotros nos quedaba la bronca de asimilar su partida: de un momento a otro, ya no estaba.
En su cuarto, solo quedaba su olor; en su cajón, sus papeles, sus guantes, sus llaves, sus tarjetas, sus cosas personales. Sin él, sus cosas ya no tenían la misma función, ya eran objetos sin el sentido que tenían hasta que antes de que él muriera. Se subió al tren solito, sin nadie y sin ninguna pertenencia. No dio instrucción alguna de lo que quedaba en aquel cajón ni de ninguna de las cosas que, en el momento que se fue, dejaron de tener sentido. Internamente decidí que, si él se había ido así —sin fiesta de despedida—, no haría yo un drama y aceptaría esa realidad. Así que me dije que había tenido una muerte muy práctica y —para estar a su altura— casi no lloré su partida. Me forcé a continuar.
A mis 38 años —cuando mis hijos eran pequeños— murió mi querida tía, hermana de mi mamá. La que me recibió en su casa miles de veces —de niña, de grande, de soltera, de casada—. La que cuidó a mis hijos. La que me demostró mucho cariño y me dio ejemplo de constante generosidad. Le dio un cáncer tremendo de estómago. Le hice saber mi deseo de que buscara más atención, más médicos, más opciones. Ella —tranquila y serena— me informó que no tenía ningún problema en irse ya.
—He sido muy feliz, y ya me puedo ir con Dios sin problema— me dijo.
Y no me quedó de otra, más que verla partir con toda su entereza y con la serenidad de quien se sabe en paz. Otra vez, mi aproximación no fue en realidad a la muerte. Sólo la vi entrar a la estación donde se toma el tren para partir. Me dolió y lloré mucho tiempo. Lloré de saber que era la primera de mis tíos en partir. Sabía que lo natural era verlos partir, así que me sentí abrumada de reconocer todas las lloradas que me faltaban. Largo camino por recorrer: si es que no muero yo antes, pensé.
A mis 33 lloré la muerte de mi abuelita antes de que se muriera. En el momento que perdió su conciencia y su lucidez sentí que ya se me había ido. Se fue mi consejera, la mejor contadora de chistes, mi amiga de plática fluida e inteligente. Entonces tuve que aprender a demostrarle que la quería, aunque ya sólo me diera su sonrisa. A mis 40, falleció. Y sin ella me sentí como huérfana. Sola, triste. La recuerdo y extraño todos y cada uno de los días. Guardo una fotografía de ella muerta, pues aun así me sigue dando guía y paz.
A mis 49, murió mi suegra. Su muerte me marcó para siempre. No sólo porque la quería, sino porque murió en mi casa. Así que digamos que me tocó ayudarla a partir. La acompañé a «preparar las maletas», a dejar cosas y personas, a despedirse de seres muy queridos y menos queridos. La vi resolver asuntos; luchar por perdonar y perdonarse; tener miedo, dolor, y —poco a poco— reconocer que no había manera de salirse de la fila; que ya tenía boleto y sólo faltaba decidirse a subir al vagón para partir. La sentí debatirse no sólo con la enfermedad, sino con las grandes interrogantes de la vida. Con su fe. Con un Dios que callado permite y calladito acomoda. La vi buscando a un Dios más allá de su tradicional fe, buscando sentido para poder confiar, dejarse fluir y aceptar su partida. Y esta vez sí estuve —junto con mi familia a su lado— en el momento en que cruzó la línea. Mi marido hasta le puso música y la empujó a partir. Y aunque pareciera que la acompañamos a morir, otra vez me doy cuenta que se fue sola. No sé qué vio, qué encontró; si alguien la recibió después de su último aliento.
Así parece: que todos morimos solos. Solos de compañía humana. A mí me gusta pensar que al cruzar la línea, estará ahí Dios dándome la mano, y ya con eso no me importará todo lo que dejé.
Cuando ayudé un poco a vaciar la casa de mi suegra, curiosamente me pidieron que yo sacara las cosas de su cajón. Y otra vez me encontré con un mundo de papeles y cosas, la gran mayoría ya sin valor. La importancia se las daba su dueña. A excepción de fotos y alguna carta, la gran mayoría de esos objetos se fue a la basura.
A mis 50, creo que me he empezado a morir. Pretendía que al cumplirlos celebraría en grande. No sé si con una gran fiesta con todas mi amigas y seres queridos, no sé si con un viaje, pero echaría la casa por la ventana. Pero no. Cumplí 50 enferma de covid.
No le echo la culpa a este virus, desde antes me empecé a morir. Soy mujer de 50 años por primera vez. No me pidan experiencia en serlo. Sabía que tendría arrugas, no sabía lo que sentiría al tenerlas. Sabía que a los mayores les duele todo el cuerpo, no sabía que me iba a doler a mí. Sabía que dejaría de ser mamá indispensable, pero estaba tan absorta en ello, que de repente me quedé con un enorme «¿Qué sigue ahora?». Sabía que a muchos les da por levantarse muy temprano, y sí, también sabía que eso jamás me daría a mí, ni me dará. Aunque me despierte más temprano, no tengo planeado abandonar la cama estando aún obscuro. Cumplí los 50 sin energía, sin entusiasmo, desganada y sintiéndome no joven. Antes de enfermarme —al cuidar a mi marido y a mi hijo contagiados— dije: si me he de enfermar que me dé. Si me toca morirme, pues me muero. Y es que creo que no tengo ya miedo a la muerte, eso era cuando tenía 5 años.
Han muerto tíos queridos, amigos cercanos, muchos conocidos y desconocidos. Y distingo cómo unos murieron estando muy vivos, y otros —que llevaban la muerte dentro— tuvieron que soltarla para poder morir, vivos y en paz.
Ahora tengo miedo de no vivir. Eso me aterra. Convertirme en una viva vieja y muerta. Quiero estar muy viva cuando muera.
Conservo la recámara que era de mis padres. Lo primero que veo en el día es el buró de mi papá. Lo último que veo cada noche es su cajón. Ahora está lleno de mis cosas. Cada que lo abro, tengo en las manos un recordatorio de lo efímero de esta vida, me recuerda que todo lo que está dentro es totalmente innecesario. Se irá a la basura.
Lo sustancial y necesario, si quiero vivir de verdad, es que me empiece a morir ya.
Dejar mis ideas. Cambiar mis conceptos de belleza. Vivir recordando que no estoy pegada a los que quiero. Recordar que no soy necesaria ni tan importante. Dejar morir a mis miedos.
Quiero dejar morir a la que ya no necesito ser. A la que ya no puedo ser.
Necesito caminar ligerita, lista para brincar la raya sin que me pese hacerlo. Quiero así irme muriendo poco a poco. Así cuando me muera, me moriré facilito. Y no lo digo fatídicamente. Lo digo con ganas de empezar cosas nuevas.
A mis 50 pienso que morir no es tan malo, que me urge terminar de morir para renacer. Renacer aquí o en otra vida, donde me toque.
La muerte es cercana, cotidiana, frecuente, e inesperada.
Es, era y lo seguirá siendo. Sin preámbulo o con fila larga. No importa.
Ayer, mi vecino me invitó a ver los capullos de sus mariposas monarca en su jardín.
Hoy vuelan en el mío.
Morir no solo es indispensable y retador.
Me atrevo a decir: también es hermoso y divertido.
Hay que morir, para vivir. Entre Tus manos
yo confío mi ser.
16 comentarios
Añade el tuyo →Esto no lo escribiste con el corazón, lo escribiste con sus latidos, con el flujo de la sangre que bombea, con el inhalar y exhalar de los pulmones que sostiene.
Totalmente crudo y realista pero brillantemente esperanzador!
Hoy mismo limpiaré el cajón de mi buró.
(Hasta ahorita mi favorito de todos tus escritos). Gracias Lume!
Thelma, gracias por tus bellas palabras. Hemos de mantener los cajones ligeros, o bien estar conscientes del valor relativo de todo lo que ahí se acumula! Abrazo!
Hay, mi Lume mi sobrina, no se si soy tu fan número uno, pero si quisiera llegar ser como tú.
Mejor dicho, yo heredé un poco de ti!
En verdad eres buena hermana!
Me reflejo tanto en este escrito, en casi todo, en algunas partes llore, que hago mías tus palabras!! Gracias por ayudarme a entender lo que siento. Te quiero mucho. Y como dice el tío Rafa, soy tu fan número uno!!
Acuérdate de mi encargo
Vaya encarguito! No lo olvido! Gracias!
Extraordinario y bello. Gracias gracias hermanita chula!!!
Que te digo, Lume!! Me transmitiste muchas cosas, que no se dan con palabras sino con el corazón. Para mi los 50 y los 60 son nuevas oportunidades de vivir, disfrutar pero también de aligerar la maleta, que no tiene caso llenarla de cosas vacías que pesan. Te admiro mi Lume. Un abrazo!!
Gracias Tita, por leer y por tus palabras!
Y a todo esto, a que le tenías miedo tú?
Hermosos como usted. Muchas gracias
Gracias por leer!
Lume gran amiga ! Auténtica, realalista, profunda,clara…..unas pocas de las tantas cualidades que tienes.
Felicidades por este escrito tan profundo y tan cierto .
Te quiero
Gracias Bell. Yo también
Leer un texto y saber que conozco al autor me emociona, que orgullo conocerte Lumela, gracias, gracias por tu ser.
Gracias Lumela por compartir tu texto. En este momento. Me da esperanza y me quita el miedo. Mil gracias!!!