La roca blanca

Mi abuela languidece en su cama, se consume rápidamente, esa mujer robusta y fuerte parece ahora una pluma sobre las sábanas. Quiere hablar, la calmo, le digo que todo está bien, que no tiene que decir nada. Abre los labios con esfuerzo, me acerco y me dice al oído: “Necesito contarte la verdad sobre la piedra blanca en la playa.” Le contesto: “Abuela conozco la historia desde que soy niña.” Ella, toma aire y reclama: “Esa es una historia para niñas y niños. Ana, la mujer que se convirtió en piedra es nuestra ancestra”. Le ofrezco un poco de agua. Con voz queda comienza su relato.

Ana nació en este pueblo, su padre al igual que todos los hombres de San Fernando era pescador, su madre la envolvía en el rebozo y la llevaba a despedirlo todas las madrugadas y a esperarlo a su regreso cada tarde. Ana se arrullaba con el suave sonido de las olas, cuando lloraba, su madre la acercaba al mar, la niña se tranquilizaba. El mar se conmovía con la ternura de la pequeña, le regalaba la más hermosa música que producían sus olas.

El mar y Ana tenían una relación especial, ella aprendió a dar sus primeros pasos frente a él, le dedicó sus primeras palabras y todas sus primeras veces. Cuando Ana comenzó a ir a la escuela llegaba a su orilla, le platicaba sobre lo que aprendía, leía cuentos a las olas y escribió con letras temblorosas sobre la arena. El mar era feliz viendo crecer a Ana, amaba a esa pequeña de ojos verdes y largos cabellos negros. Los años pasaban, Ana dejó de ser niña, se convirtió en una joven risueña que bailaba frente al mar, colocaba una pequeña grabadora y al ritmo de la música se movía alegremente. La ternura que sentía el mar por Ana se convirtió en pasión, cuando ella se bañaba en sus aguas él la envolvía con sus olas, quería hacerle el amor, no podía, la tocaba fugazmente, enfurecido la soltaba con frustración.

Miguel llegó a San Fernando poco después de la muerte de su padre, su madre y él fueron acogidos por la tía María. Don Jonás comenzó a instruirlo en la pesca, se levantaban temprano y echaban las redes al mar. Miguel aprendió rápido y se convirtió en el mejor pescador de la zona, sin embargo temía al mar, presentía que algo furioso y oscuro habitaba en sus profundidades, se embarcaba todas las mañanas con el presentimiento de no regresar a tierra. Una tarde le confesó sus inquietudes a su mentor, éste le dijo que el mar era generoso, que proveía los peces para su sustento, pero que a la vez era celoso y posesivo. Miguel durmió inquieto aquella noche.

Una tarde Miguel encontró a Ana bailando frente al mar, la observó fascinado, se acercó, ella lo saludó amablemente, era una joven solitaria, comenzó entre ellos una amistad que pronto se convirtió en el amor más intenso que las personas de aquel pequeño pueblo pesquero habían visto. El mar fue celoso testigo de su primer beso. Todas las tardes Ana esperaba a  Miguel en la playa,  en cuanto lo veía bajar de la barca corría y lo sostenía fuertemente en un abrazo.

Sus cuerpos se unieron por primera y muchas veces más a la orilla del mar, éste rugía salvajemente, torbellinos de agua se agitaba en sus profundidades, castigó a San Fernando con una escasez de peces, la situación era crítica, el hambre se hizo presente en cada hogar.

Una noche Ana visitó a su viejo amigo, suplicó por peces, sus lágrimas caían en las aguas marinas, el mar compadeció a Ana, no soportaba verla llorar. Al día siguiente Miguel y el resto de los pescadores se embarcaron una vez más, sin ánimos ni esperanzas echaron las redes, las recogieron rebosantes, a punto de romperse, la abundancia regresó a San Fernando.

Durantes las fiestas del pueblo todos festejaron con alegría, Ana y Miguel anunciaron su boda. Meses después la ceremonia se celebró frente a un mar en aparente calma, en sus adentros gemía de dolor. Una mañana antes de que saliera el sol mientras los nuevos esposos se amaban sin prisa, el mar exclamó con un rugido: “¡Maldito pescador! ¡Despídete de ella, no pienso compartir su corazón! Ana asustada advirtió a Miguel: “No salgas hoy a pescar, parece que habrá tormenta.” Miguel la tranquilizó y prometió que la encontraría en la playa como cada tarde.

Miguel no volvió, no regresó nunca.

Ana se paraba cada atardecer frente al mar, lloraba, rogaba al mar por el regreso de Miguel. El mar satisfecho por el regreso de su amada a su orilla trataba de consolarla con la espuma de sus olas, ella le rehuía, jamás permitió que volviera a tocarla.

Pasaron los años y después de una noche de tormenta apareció una enorme roca blanca. En el pueblo dicen que esa roca cubierta de sal y coral es Ana que espera en la playa.

Cuando hay tempestad la gente de San Fernando asegura que las fuertes olas son provocadas por Miguel que lucha con el mar.

Mi abuela termina su relato y mientras observa la roca blanca desde su ventana cierra los ojos para no volver abrirlos.

Texto inspirado en la canción : Naturaleza muerta compuesta por José María Cano, interpretada por Mecano.

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